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Nieve sin derretir

07/08/2016
 Actualizado a 16/09/2019
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Coincidiendo con el día de la Virgen de las Nieves, patrona de Puebla de Lillo y de Ibiza, por poner sólo dos lugares alejados y muy diferentes, presenté en el Torreón de La Vecilla junto a Emilio Gancedo, periodista y escritor de esa nueva hornada de escritores leoneses que garantizan el futuro de nuestra literatura, el nuevo libro de Jesús Díez, el autor de Sopeña de Curueño, que vuelve por donde acostumbra; o sea, por sus espacios rurales de ensoñación en ese valle ensimismado que es ya de por sí el del Curueño y por la memoria agraria en la que se crió y vivió. ‘La nieve sin derretir’ es el título de un memorándum de recuerdos, ficciones, grabaciones a micrófono abierto y descripciones que rozan casi el poema, siendo como es el autor poeta antes que contador de historias.

Comparto con Jesús Díez, aparte de época de nacimiento, paisajes veraniegos (en mi caso; él, como está jubilado ya, los puede disfrutar también en otras estaciones) y hasta ciertos recuerdos de juventud, cuando coincidíamos en las fiestas de los pueblos de la comarca de La Vecilla sin imaginar uno ni otro que ya escribíamos a escondidas. Pero, sobre todo, comparto con Jesús Díez, como con José Antonio Llamas, Ángel Fierro, Gamoneda, Antonio Manilla, José Carlón, Ildefonso Rodríguez, Antonio Colinas y muchos otros poetas y escritores de esta provincia tan pródiga en ellos desde hace décadas la misma forma de mirar la nieve, esto es, la consideración de ésta como el magma nutricio de nuestra sensibilidad poética. Como los ríos, los escritores nos alimentamos de esa memoria que el frío guarda y el sol deshiela y que, cuando se derrite, corre por nuestros poemas y nuestros relatos alimentándolos de fantasía y de sueño. La memoria sin derretir, esa que permanece en nuestras conciencias como la nieve en las altas montañas, es nuestro asidero al mundo como lo es para todas esas personas que, un año sí y el otro también, regresan a sus lugares de origen en busca de las manzanas reinetas, de los amaneceres llenos de bruma y sol, de los sonidos de su iniciación a la vida, del hilo de la fabulación antigua, deshilachado como el cordel del caldero que sacaba el agua del pozo artesiano, de los olores de las cocinas y las alcobas cerradas durante todo el invierno, de las canciones que suenan en las verbenas de las aldeas desde hace siglos, como si las hubiera congelado el tiempo: Cartagenera morena…, Moliendo café…, A Santiago voy… La nieve sin derretir, esa memoria que permanece y no se deshace por el momento pero que tarde o temprano desaparecerá también como todo, es la materia de la que nos nutrimos, la dibura de la leche y el urmiento de un pan que nos pertenece, prácticamente lo único ya, en un mundo que cada vez nos ignora más, no sólo a los escritores y a los poetas, también a quienes colaboraron a engrandecerlo con sus historias, reales y de ficción.
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