10/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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La rebelión de Barcelona’, subtitulado ‘Ni es por el güevo ni es por el fuero’, es un texto de Quevedo que habla de la sublevación catalana de 1640. Lo escribió cuando estaba confinado en la cárcel de San Marcos de León. Su lectura resulta de una sorprendente actualidad.

Esta rebelión se inició con la revuelta de los segadores, que asaltaron Barcelona, algo que recuerda el intento de toma del Parlamento catalán por los indignados en 2011. Ese movimiento social, que iba contra la oligarquía feudal y la burguesía barcelonesa, fue enseguida controlado y dirigido contra del ejército de Felipe IV, que defendía la frontera norte del Principado mientras Cataluña se negaba a aportar hombres y dinero para esta guerra.

El día del Corpus una turba apuñaló y mató al virrey Dalmau de Queralt, hecho que precipitó la rebelión. El canónigo Pau Claris promovió el nombramiento del rey francés como conde de Barcelona. «Quitaron de la cabeza la corona a la Virgen de Montserrate para coronar a Luis XIII», escribe Quevedo. En resultado fue nefasto para Cataluña. Después de años de guerra se firmó el Tratado de los Pirineos por el que se perdió el Rosellón y la Alta Cerdaña. Por no querer «dar lo justo y moderado» que se les pidió, dice Quevedo, perdieron más, lo que «no puede llamarse ahorro, locura sí».

Quevedo trata de entender esta conducta tan irracional. Primero desmonta la motivación religiosa. Se acusó a los tercios de herejes y sacrílegos. El libelo que alentó la revuelta se titulaba ‘Proclamación Católica’, y en él se exaltaba la catolicidad catalana hasta el delirio. «El primer gentil que recibió la fe de Cristo» era catalán, y también el primer obispo; «por los catalanes goza España el santo tribunal de la Inquisición, y fue su primer inquisidor el santo catalán Raimundo de Peñafort». También «los primeros que plantaron la fe de Cristo en las Indias Occidentales fueron doce sacerdotes catalanes»…

Frente a esto, el ejército español quemaba iglesias y profanaba el Cuerpo de Cristo. De Ruidarenas, donde la iglesia sufrió un incendio que Quevedo sospecha fue causado por los rebeldes, se extendió por toda Cataluña la imagen de un cáliz con la Sagrada Forma entre llamas. Todos los campanarios de Cataluña llamaron a la guerra contra «los agravios sacrílegos ejecutados por los soldados».

Se identificó a Cataluña con esa catolicidad ultra del mismo modo que hoy se identifica con la lucha heroica por la libertad del pueblo oprimido. (Donde católicos contra sacrílegos, pongan demócratas contra fascistas). La Fe Católica era atacada y eso justificaba la rebelión. La propaganda, basada en la mentira, cuanto más exagerada más eficaz.

El otro argumento que Quevedo destruye es el de la fidelidad de los catalanes a la corona y el respeto a la legalidad. Decía la Proclamación, dirigida a Felipe IV: «No tiene V. M. vasallos de fidelidad más entera, de legalidad más pura que los catalanes». Quevedo se asombra de que defiendan esto cuando acaban de traicionar al rey. Dando la vuelta a todo, pretenden demostrar que ha sido el soberano el que ha conculcado sus fueros. Quevedo deja claro que se trata de una lucha en favor de los privilegios de una oligarquía local a la que llama «sátrapas de Cataluña».

Buscó en el libro de los fueros catalanes algo que justificara esta conducta y temió encontrar ese «no queremos porque no queremos», que dice han convertido en fuero: «hojeado todo el libro, hallé no sólo sanos y no quebrados sus fueros, antes más guardados de su majestad que de su Archivo y Deputación y Concelleres». «Muchos fueros y privilegios leí tan diferentes de como los alegan, que los desconocí; y siendo los mismos, los tuve por otros. No los alegan como los tienen, sino como los quieren». Saltarse la Constitución, interpretar el Estatuto a su antojo, inventarse leyes... ¿Les suena a algo? ¡Estamos en el siglo XVII!

Acaba Quevedo explicando la metáfora del güevo (los intereses), diciendo que es huevo de gallo porque ha sido empollado por franceses (galos), pero del que ha salido un basilisco, esa «sierpe habitada de veneno que mira con muertes».

Es la irracionalidad de la «rebelión» (así la llama) lo que Quevedo trata de encarar, algo que ni por el güevo ni por el fuero se puede justificar. El escrito nos deja un sabor amargo, porque Quevedo acaba expresando su pesimismo ante el fracaso de la razón y la política misma.
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