20/11/2019
 Actualizado a 20/11/2019
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Dice Baltasar Gracián: «Todos los necios son audaces». Voy a tirar del hilo de este ovillo y con él entretejer el texto de este artículo, tejido con el que quizás me haga un gorro, un gorrito para proteger mis orejas del frío invernal adelantado, pero sobre todo del ruido, del griterío de la calle. Que quiero recogerme en mi casa, oiga, y que no me molesten, que estoy esperando la llegada de la nieve a mi ventana como aquel poeta a las golondrinas en primavera, «en tu balcón sus nidos a colgar», y lo que sigue, que es más bonito: «Y otra vez con el ala en tus cristales/ jugando llamarán».

Empiezo hilando que el retruécano no es válido, o sea, que si bien es cierto que todos (o casi todos) los necios son audaces, no todos los audaces son necios. Vamos, que yo me considero ante muchos retos casi siempre audaz, incluso atrevido (y a veces temerario), pero necio, lo que se dice necio, sólo muy de vez en cuando. Pero la frase me atrapó, no sólo porque obliga a pensar en uno mismo, o sea, a preguntarse si uno es un necio audaz o un audaz necio, sino porque venía muy a propósito para definir a tanto necio hoy presente en la vida pública. Gracián nos dice que necedad y audacia no son incompatibles, y esto viene bien para no sobrevalorar la audacia, que puede ser índice de necedad.

Digo que a veces gran audacia es señal de enorme necedad, así la coalición frentepopulista de esos dos grandes necios, Pedro y Pablo, que muchos admiran por audaz. Audacia disimula aquí necedad, y por eso la hace más peligrosa. Por eso no basta con oponerle la sabiduría, sino también el valor. Dice de nuevo Gracián: «Sin valor es estéril la sabiduría». Sépanlo bien los que se creen sabios, porque la sabiduría sin valor es tan estéril como la necedad pura.

Más aún: hoy los necios han aprendido a usar el arma más letal: engañar con la verdad. No necesitan disimular nada, ocultar la verdad, negar contradicciones. Se han dado cuenta de que hoy la verdad sirve de poco, que es mucho más importante lo que uno cree que lo que ve: «Es lo menos lo que vemos; vivimos de la fe ajena» (de nuevo Gracián). Por eso «con los necios poco importa ser sabio, y con los locos cuerdo». Hace falta algo más, y aquí es donde fallan tantos apaciguadores, irenistas, tanta alma angelical, seguramente más por falta de valor que de sabiduría.

Pero hay una verdad que no podemos ignorar: «Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen», que también dijo Gracián. Y esto me da pie a pensar que no solo la audacia, sino la maldad, es atributo frecuentísimo entre los tontos. He llegado a esta conclusión recapitulando mi vida, porque he conocido en ella a muy pocos tontos que fueran buenos. Y malos son sobre todo aquellos que «de los átomos hacen vigas para sacar los ojos». Su principal objetivo es ése: dejarte ciego. Y lo peor de una ceguera repentina no es sólo no ver, sino quedar paralizado. Así el mal, el efecto más nocivo del mal.

Pues para que la sabiduría no sea estéril; para que los tontos audaces no aumenten; para que los malvados no nos saquen los ojos y nos engañen con la verdad; para que la verdad importe; para que sea más importante lo que vemos que lo que creemos; para poder contemplar la nieve tras los cristales y que la nieve nos sosiegue, hemos de tomarnos muy al pie de la letra lo que ya nos aconsejó Quevedo: «más que persuadir para obrar», hay que «obrar para persuadir». Porque el momento ya no admite titubeos precavidos. Nos lo ha dicho Slavenka Drakulic, que conoce muy bien lo sucedido en los Balcanes:

«Necesitas una justificación para empezar a matar, necesitas ser convencido de que estás haciendo lo correcto, de que estás defendiéndote de un enemigo diabólico que quiere hacerte daño. (...) La gente necesita estar dispuesta a matar y morir por sus objetivos. Esto, afortunadamente, tarda un tiempo en suceder. De manera que hay que tener esperanza en que aún estamos a tiempo de explorar posibilidades que eviten un conflicto fatal en España».

Concluyo con Quevedo, que por citas no quede: «Determinarse tarde al remedio del daño, es daño sin remedio». Dicho queda.
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