Me encanta la Navidad. De verdad. Me encanta. Las luces, la comida, el reencuentro con la familia y los amigos… y las cabalgatas, sobre todo las cabalgatas. Espero con ansiedad el día que tenga que llevar a los pequeños de la casa a verlas. A media tarde, cuando el sol se oculte y la noche heladora se cierne sobre esta ciudad del norte, donde hace frío hasta en verano (porque seamos claros, la frase: «coge la chaquetina por si refresca», se dice aquí, no en Málaga), nos pondremos capa sobre capa y saldremos a pasar frío. Lo tengo más que asumido: salgo a pasar frío. La magia y la ilusión no existen. O bien se congelan, o se quedan en casa envueltas en una manta calentita dándome envidia. Me encantaría que el asunto se desarrollara bajo el agradable y revigorizante sol invernal, ese que buscamos con afán un día cualquiera, y que en esos eventos lo rehuimos como si nos fuera a causar algún mal. Como si cambiar luces por otro tipo de adornos fuera un sacrilegio merecedor de la peor de las penas. Alguien me dirá que una cabalgata a las cinco de la tarde no luce. Hombre, puede ser. Puede que sea mucho mejor dejar el calorcito de un interior por caminar mientras se te hiela la cara y te gotea la nariz, encogido como un ovillo para evitar, en la medida de lo posible, que es entre poco y nada, ese vientecillo que te atraviesa los huesos y te parte por dentro. Sin levantar la vista de la acera mientras caminas, con la fe ciega de un soldado en mitad de la batalla, pensando que los niños lo merecen, que cómo no les vas a llevar… Claro. ¿Cómo no les vas a llevar a pasar frío esos días de invierno? Cualquier otro día les persigues para que se tapen, se cubran y se resguarden, pero el día de la cabalgata, no. Válgame el cielo. Cuando por fin llegas a destino, toca esperar. No queda más remedio. Si quieres ver algo, hay que ir con tiempo. Con mucho tiempo. Y así, durante ni se sabe cuánto, estás ahí, en mitad de la noche, a pie firme. Pasando frío. Si eres afortunado, y el espacio lo permite, balanceándote levemente para no sobrecargar las piernas, con el vaho haciéndote burla cuando se escapa de tu cuerpo, que casi parece susurrar: «qué bien estabas en casa…». Si llevas niños aún tienes un trabajo extra. Lo niños no esperan. No saben. Y, cuanto más pequeños, menos esperan. Se mueven, se retuercen, se empujan… Si los sentaste en la acera (el suelo está helado, pero ya todo te da igual. La ilusión esa lo merece), se levantan. Intentas que no se te pierdan mientras mantienes el sitio, que siempre hay alguien que inicia alguna ofensiva de conquista hacia ese lugar privilegiado que lograste alcanzar. Y por fin, aparece el desfile. Es bonito, precioso, pero siempre te parece demasiado lento. Cuando ves los globos del final, llorarías de alegría, pero no lo haces por si se te congelan las lágrimas y encima tienes un problema. En fin, que me gusta la Navidad, de verdad, y las cabalgatas… las cabalgatas, a las cuatro de la tarde.
Navidad
13/12/2025
Actualizado a
13/12/2025
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