Fue en el 2024 cuando los Reyes visitaron el colegio Gumersindo Azcárate de León. Un colegio humilde, en un barrio humilde, al que fueron llegando fríos, calores y costumbres de distintos hemisferios, convirtiéndose en un referente, con doce nacionalidades compartiendo patio, combinando la enseñanza con el respeto al diferente, al que cruzó otras fronteras y al idioma que cada uno traía en la boca. Niños que ya saben de batallas y han corrido el mismo peligro: estar al borde de la exclusión, hasta que la suerte les trajo al mismo patio, salpicado con tantos tonos de piel que el lema del colegio es ‘Nuestro mundo de colores’. Por todo ello, unido a sus métodos educativos, el centro recibió el Premio Princesa de Girona al mejor Colegio de España, por demostrar que una llave y un patio bastan para cobijar al mundo.
Ya entraba el verano del 2024 cuando mencioné la columna de Juan Gaitán titulada ‘En el fondo del mar’, en la que explica el significado de la canción «¿Dónde están las llaves, matarile, rile rile...?». Esa inocente canción «habla de judíos y moriscos expulsados de España y muertos, con las llaves de sus casas en la mano, lo único que pudieron llevar, al cruzar el estrecho en dirección a África». Venía a cuento la columna de Juan Gaitán y la masacre que ahora ocurre en sentido contrario, porque coincidió con la polémica llegada de ciento setenta migrantes somalíes a León, que iban a ser recogidos temporalmente en el antiguo Chalé Pozo de nuestra ciudad, dando la oportunidad a un personaje, entonces vicepresidente de la Junta, sin más función que soltar discursos de odio, racismo y xenofobia que se extendieron como la pólvora. A pesar de él, una sola llave sirvió de nuevo para dar cobijo a 200 personas, algunos insertados pronto a un trabajo y la mayoría, asistiendo a clases de español y de diferentes oficios. Casualmente, en aquellos vecinos tan asustados por la desinformación recibida y los malos augurios que se difundieron, acabó ganando la parte humana y vieron simplemente a jóvenes, tan buenos o malos como los suyos, con los que la vida no estaba siendo generosa y del recelo pasaron a llevarles ropa y hasta bicicletas.
Y cómo olvidar lo ocurrido en mayo de este mismo año en la ciudad de lo grande y lo macro. La ciudad de la libertad y capital del reino, donde una plaga de chinches en el aeropuerto delató dónde dormía la pobreza que algunos niegan. Estaban ahí, a ras de suelo, en la puerta de entrada y salida al mundo. Una vez más, vimos cómo avergüenza la pobreza a los dirigentes y en vez de buscar soluciones para ellos, gestionaron la tragedia retirando sillas y el acceso a los enchufes, cerrando baños e insuflando aire frío, queriendo acabar con la plaga de chinches y de pobres al mismo tiempo, como castigo por haber sido descubiertos. De nuevo, personas compartiendo suelo y techo, llegados de diferentes fracasos, en un lugar donde un escáner detecta un alfiler pero nadie detectó a casi quinientas personas durmiendo en el suelo desde hacía seis meses. Y asistimos a otro desalojo inhumano sin que nadie preguntara a aquella gente dónde iban cuando vivían de pie, antes techar amarras en un cartón y una manta.
La historia se repite de distinta forma y en distinto lugar. Más de 400 personas, desde hace más de dos años, han ido haciendo pueblo en el Instituto público B9 de Badalona, convirtiendo sus techos y paredes en refugio improvisado y los patios, en garaje, trastero y almacenes de chatarra. Pero aquí, al contrario que en el Gumersindo Azcárate de León, lejos de aprovechar las instalaciones y considerarlo una oportunidad para ofrecer a esas personas algo parecido a un hogar, que con bien poco se conforman, el señor alcalde anuncia triunfante que ha cumplido su promesa y no va a gastar ni un euro en alojar a las personas que quedaron en la plaza, bajo la lluvia de diciembre, con la vida a la intemperie y la mochila a la espalda, violando el protocolo de asistencia a personas sin techo y acusándolos de «generar problemas de convivencia incivismo y delincuencia».
Y como la historia se repite, sabemos que no todos son inmigrantes, ni todos vagos, ni todos maleantes. Eso sí, todos son pobres. Incluso los que, ni teniendo trabajo, consiguen pagar una vivienda. Pero compartir espacio les hace iguales, a ojos del alcalde, y todos han sido catalogados de delincuentes. Eran un problema en un mismo espacio. Ahora son muchos problemas vagando por las calles y cruzando mares de asfalto, tan peligrosos como el que algunos conocieron. Ahora mismo, sábado al mediodía, apunto de enviar la columna, puede verse a setenta de ellos acampando bajo un puente. Mientras un ‘ES-Alert’ recomienda a los ciudadanos máxima precaución por las fuertes lluvias, el Ayuntamiento, en un acto de humanidad, permitirá acampar ahí a los desahuciados, hasta que amaine la tormenta. Uno se pregunta si no será ahora, convertidos en náufragos de asfalto y con nada que perder, cuando corren el peligro de ser peligrosos.