Comienzo con el título de un artículo costumbrista de Larra y continúo con una sentencia en él contenida: «La filosofía es, efectivamente, para el desdichado lo que la peluca para el calvo; de ambas maneras se le figura a entrambos que ocultan a los ojos de los demás la inmensa laguna que dejó en ellos por llenar la naturaleza madrastra».
A mi me encanta la filosofía y por eso me sentí aludida haciéndome reflexionar, aunque luego lo resolviera rápidamente, pues soy una mujer feliz, nada que ver con la desdicha, y ahí me las den todas, pero me quedó sin zanjar la frase: «Que ocultan a los ojos de los demás…».
Pepe Porras era un calvo de manual y esto que, a priori, nos parece un hecho sin importancia, a él no. Desde que comenzó a tener los primeros síntomas, se puso en marcha para paliarlo, aterrado por los efectos colaterales que ser un calvo de la vida pudiese tener. Aprendió a convivir con las lociones y los masajes capilares, los peinados estratégicos y las lacas, los complejos vitamínicos en diferentes formatos y el estrés social. Cuando ya no hubo remedio, adquirió un flamante bisoñé, que le costó un dineral, pero que cumplía su misión. ¡Nadie sabría que era calvo!
Tan centrado estuvo, y durante tanto tiempo, en remediar lo que la naturaleza madrasta le había negado, que acabó rodeándose de personas insustanciales cuya máxima preocupación era su imagen, personas interesadas por el aspecto ajeno y propio, cosa que, por otro lado, no está mal si no se hace de ello una religión, y felices por manifestar su opinión, sin escrúpulo alguno: qué lindo pelo tienes, carabí hurí, carabí hurá, se convirtió en la cancioncilla favorita de Pepe Porras y quienes se la cantaban se convirtieron en sus mejores amigos. Pepe Porras mantuvo su mentirijilla contra viento y marea durante mucho, mucho tiempo.
Pero llegó, para él, el momento de revertir esa situación penosa y llegó como suelen llegar las nuevas oportunidades, sin planteárselo ni planearlo: Un día de mucho aire, se echó Pepe a la calle. Caminaba Ordoño II abajo en sentido Guzmán cuando un golpe de viendo, con vocación de huracán, le arranco de la cabeza el flamante bisoñé. Corrió tras él y no hay manera de explicar aquí con qué angustia y desesperación lo hizo ¡se vio expuesto como nunca! Hasta que lo intercepto una mujer, que amablemente se lo devolvió. En esa brisa con vocación de huracán no solo iba cabalgando lo que la naturaleza madrastra le había negado a Pepe, sino también el amor.
No quiero ni pensar en todo los Pepes y Pepas que, selfi en ristre, se niegan a sí mismos cada día, y a pecho descubierto, la oportunidad de ser quién son, ignorando que esa es la mayor virtud y valentía, también.
Tampoco quiero especular sobre sus pequeños infiernos de insatisfacción, que a saber en qué situaciones desembocarán, revestidos de grandes dosis de injusticia para con ellos mismos y para con los demás, además de desdicha y tristeza. Pero ya lo dijo Sartre, aquel filósofo de buen pelo y de mirada extraviada, que el infierno son los otros, problema este no menor, como la alopecia, pero con mejor solución que esta. Basta con que eduque usted sus cánones de belleza y aprenda a obviar la máscara con la que suele estar encubierta. Elija con mimo sus compañías sin olvidar que la máxima del bien querer es de una importancia capital y, por último, y lo más importante de todo: no desaproveche ni un solo día de viento.