Uno, cuando va a León, suele hacerlo por la carretera de la Sobarriba (salvo que tenga una prisa del copón y no le quede más remedio que ir por la autovía que construyó Zapatero para venir a pescar al Porma en un pis pas). Tiene muchas ventajas ir por esa especia de víbora sinuosa: no encuentras más de dos coches en el recorrido y no puedes pasar de ochenta por hora por muy Lauda que seas. El primer pueblo que encuentras es Represa, cuatro casas, no vayas a creer, pero que te anuncia lo que vas a ver en el resto del camino: un paisaje inolvidable, repleto de árboles, de animales despistados que invaden la carretera y de paz. Pues justo en la encrucijada, donde se bifurca el camino de León con el de Villamayor, los de este pueblo, siguiendo la moda, han montado un estaribel, que en principio era de matas de centeno y de cebada, que te informaba que estabas en Represa...; hoy (hay que modernizarse), lo han cambiado por uno de escayola, pero el significado es el mismo.
A lo que vamos, que me pierdo...; está muy requetebién anunciar tú pueblo a bombo y platillo, pero ¡coño!, hacerlo en un lugar por el que no pasa ni Dios, ni aún en los días de fiesta, es, como poco, una cosa casi utópica. Uno (los que me leéis de continuo lo sabéis de sobra), es un enamorado de esta franja de tierra que va desde el Porma a Villaobispo y la canta y la loa a la menor oportunidad. Es una tierra pobre pero hermosa, carne de emigración, de abandono, pero que conserva la idiosincrasia que siempre tuvo y que refleja su carácter siendo, por ejemplo, cuna de los mejores luchadores de la provincia; me refiero al deporte de la Lucha, ¡claro!, no a los manejos políticos o partidistas..., porque estos no son lucha..., son peleas de sinvergüenzas, de chulos de discoteca de los años setenta, aquellas en las que, por una chica, cualquier hijo de puta te ponía una navaja en el cuello. Estas de ahora, la de los políticos, las hacen por algo mucho más vil, menos heroico y romántico: su motivo es el dinero, ese que se meten en el bolsillo toda esta panta de ‘ganapanes’ sin dar un puto palo al agua en toda su vida.
Recordaréis que hará dos años escribí un artículo en el que un ministro que venía a visitar León tuvo que parar en un bar de carretera porque se meaba, y que pidió un café a la señora (muy mayor), que estaba detrás de la barra. Ella, por supuesto, no sabía hacerlo, por lo que llamaba a voces a su hijo: ¡Solu!, ¡Solu!..., y que el menda en cuestión le contestaba «sí, señora, quiero un café solo». Hasta que apareció Solutor, el dueño del garito e hijo de la ínclita que no sabía hacer un café, no se deshizo el entuerto y no se relajó el ambiente. La cosa se enredó, ¡claro!, y el ministro comió y bebió hasta hartarse, teniendo que darse la vuelta para Madrid, no fuese que sus correligionarios cazurros lo viesen en tan lamentables condiciones. Pues el otro día paré en el bar de Solutor, y, después de los saludos de rigor, de preguntar cómo estaba de salud la familia y todas esas fórmulas de cortesía para quedar bien, nos metimos entre pecho y espalda (no había más público en el bar que un servidor), una botella de Prieto Picudo y una ración de callos que no la saltaba un gitano. Animados, me atreví a preguntarle cómo le había parecido el ministro y si estaba dispuesto a votarlo en las próximas elecciones. A lo primero me respondió que, después de animarse, el tipo era muy majo. A lo de votarle, las carcajadas creo que se oyeron hasta en mi pueblo, que queda bastante lejos. «No, no lo haré... Y no vayas a creer que es porque no esté de acuerdo con él y lo que piensa, que me pareció un tipo muy sensato y que quiere el bien del pueblo, de ti y de mí. No lo haré porque, sencillamente, el señor no ha trabajado en su vida...; quiero decir, que no se ha levantado nunca a las seis de la mañana, no se ha ensuciado las manos, ni lo han despedido, ni sabe que es la incertidumbre de llegar a fin de mes. Por eso no lo votaré, no por otra cosa, no vayas a creer». Pensé que Solutor, como casi siempre, había dado en el clavo, aún sin tener una carrera...: toda esta gente, por desgracia, son estómagos agradecidos, soldados que siguen a un general a una batalla que no saben por qué sucede. Me despedí de Solutor con un abrazo y me vine pá Vegas, que es dónde mejor asimilo las lecciones de la vida.
Salud y anarquía.