En estas últimas semanas he mirado bastante al cielo, con esa sensación de pequeñez e indefensión que tiene uno cuando observa las diminutas luces a las que se van los ojos sin querer entre la negrura infinita pensando en el brillo que tienes en tu vida que creías apagado. O esa superluna que te asombra por su fuerza y magnetismo asociado a lo salvaje y lo erótico y que un día ya no podrás sentir más. Entre tanto caminar con la cabeza gacha alineada (o alienada) con la pantalla del teléfono, alzar la vista te permite descubrir que las pupilas se dilatan y contraen en función de la intensidad de lo que miren o que el ombligo de uno es tan pequeño que ni siquiera se verá con nitidez en cuanto salgan las arrugas y se expanda la barriga.
Mirando pa’ arriba sueles descubrir, al igual que Simba, quién eres sin despersonalizarte, aunque surgen más porqués que si sólo miras hacia abajo, donde tendemos a enfocar para no acabar ciegos. También observar lo que hay por encima de ti te hace darte cuenta una vez más del poder que tienen los billetes, los que canjeas por un viaje a las estrellas, con un paseo de gravedad cero incluido para la rich low life, para demostrarle al mundo que llegas antes al espacio como empresario que como científico. También puedes ver, achicando los ojos, la toxicidad de un aire malo que obliga a encerrarse en sus casas a los habitantes de aquí de la Tierra, del Bierzo para más señas, por un ser humano que cometió un error y ‘la lió parda’. Podría ser peor, claro, pero los fallos se pagan, siempre, aunque es lo que tiene no ser miembro de los Vengadores, que pueden viajar en el tiempo para cambiar el destino. El que fue fatal para el que cometió un error en el coche, una avioneta o un helicóptero y no vuelve nunca a su hogar, pero tampoco irá ‘a un sitio mejor’.
Y estando ahí, mirando a ver si aparece Mufasa, reflexionas sobre lo improbable que resulta una existencia divina que tenga algún tipo de plan. Que es más fácil creer en los valores humanos que se revelan entre el «disparate absoluto» que es un mundo que tiende al caos. Uno en el que los pastores que deberían cuidar del rebaño miran más a las corbatas que les proporcionan alimento de calidad y redes para difundir su monopolio religioso. Ese que representa quien tan pronto trae una reliquia del Vaticano como reparte varas en un lugar sagrado que no logra desquitarse del elitismo tan contrario a la auténtica Hermandad, aunque allí nunca se escuchará un «sois malos cristianos». Tampoco debería, porque somos humanos. Los que creen que están arriba y los que son obligados a sentirse abajo. Que ya lo decía el poeta hace siglos, que todos acabamos en un lugar de la nada, en el que no puedes ni tener soberbia, ni rezar, ni soñar, ni mirar las estrellas que ahora te dicen: pa’ alante y «que el cielo espere sentao».