Tenía la intuición, los clichés vislumbraban la sensación, ahora, con el transcurso de las desdichas tengo la certeza de que España es un país corrupto. Recuerdo cuando era pequeño y esa tierna virginidad vital proyectaba las sospechas en almas ajenas, en territorios igual de inhóspitos que hostiles. Para mi imaginario interno concebido por los estereotipos sociológicos la corrupción era un mal propio de países como México o Colombia, de ecosistemas tropicales que alteran la sangre y los instintos básicos de los que habla Dante Alighieri en su infierno de la Divina Comedia.
La bibliografía costumbrista, sin embargo, evoca en la conciencia colectiva de los españoles La vida de Lazarillo de Tormes, una obra anónima porque el que escribe del escándalo tampoco es amigo de la luz, que retrata a la perfección la picaresca patria, el trampantojo vital con el que vivimos alegremente. Según los últimos indicios, lo ocurrido en la mina de Cerredo se podría haber evitado, nuestros paisanos podrían estar hoy vivos, leyendo esta columna, una que por cierto, un servidor no tendría que estar escribiendo si se hubiesen hecho las cosas con escrúpulos legalistas; paradojas del destino, un sino que lo construimos con nuestros propios actos. El caso es que no me sorprende, las trampas son tan españolas como la neverita de playa o el toldo verde; toldo que quizá sea para que no nos manchemos con nuestros trapos sucios. Se hacía eco el programa Espejo Público de las mafias de las funerarias, de un aprovechamiento post mortem, de un mercadeo con el alma ajena antes de que la compre el diablo. Llevamos meses con la noticia de que José Luis Ábalos enchufó a su querida en empresas públicas, y sinceramente, todavía sigo buscando la novedad que otorga el atributo noticioso al hecho; les propongo el reto de indagar si absolutamente todos los cargos nombrados en las instituciones de León cumplen con los parámetros meritocráticos: les sorprenderá.
España es una mina de corrupción de la que a veces se extrae la muerte.