Ni soy solemne (o eso creo), ni me gustan los eventos protocolarios, ni los desfiles de cualquier tipo, religiosos o laicos, tampoco soy mucho de símbolos, los que sean (salvo los literarios, los de la literatura fantástica), pero esas gaitas que desparraman acordes y dulzuras por el patio de butacas del Teatro Campoamor sí logran captar mi atención. Y me emocionan. Quizás sea cosa de la celebración del intelecto que allí se produce, por más que uno no sea mayormente monárquico, salvo, de nuevo, en lo fantástico y en la literatura épica (y tampoco mucho), ni me sienta atraído por la pompa de los premios, ni crea demasiado en ellos, como por lo visto sucede a la mayoría de premiados, que acostumbran a marcar distancias con el galardón que les otorgan. Casi todos empiezan diciendo que no son merecedores, como el goleador que asegura que él sólo ayuda a su equipo.
Los premios, entonces, ayudan a la humanidad, refrendan lo humano, lo solidario, la dedicación a las ciencias o a las letras, o eso se le supone a los premiados de los Princesa de Asturias, que acaban de entregarse hace unos días. Es un acto azul y profundamente solemne, en un teatro que conocí bien de mis años de estudiante en Oviedo, cuando aprendimos literatura envueltos en las aguas negras de la lluvia interminable del invierno. Hay, pues, una pulsión nostálgica por los viejos edificios en cuyo vientre habita la memoria de la sabiduría, o ese fuego que con suerte se reaviva en ocasiones. El talento reconocido, aunque siempre quede mucho por reconocer, es una buena ocasión para reconciliarse con un mundo en crisis.
Tengo debilidad por los discursos en favor de la cultura y la humanidad que me viene, creo, de aquellas lecciones de literatura en la trasera de la catedral de Vetusta, pero, más aún, porque vivimos una era tan despótica, tan alejada de los principios del humanismo y con tan poco respeto por la inteligencia que casi me parece un milagro escuchar a personas importantes (estas sí, importantes de verdad) que abundan en los hechos de la cultura, que profundizan en la esencia del ser humano. Es como hallar un oasis en medio de un inmenso desierto. Así me siento en estos días: atravesando eriales de toda condición, encontrando víctimas de los señuelos tecnológicos y de un lenguaje violento que parece proceder del eco pétreo de las cavernas, no de los lugares del intelecto.
De la suave tarde de los premios, la figura de Eduardo Mendoza es la que siento más cercana. Y la que he tenido más próxima, gracias a alguna entrevista que otra. He escrito aquí muchas veces del gran escritor catalán, que poco después de nuestra juventud ya aparecía con asiduidad en los libros de texto, como corresponde a un clásico que había deslumbrado con ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (nunca pudo titularse ‘Los soldados de Cataluña’: la censura lo impidió). Mendoza siempre ha tenido algo de outsider, hasta el punto de haber elegido Londres como una de sus ciudades favoritas para vivir, pero, a pesar de que algunas de sus tramas dan la vuelta al mundo, con buena presencia oriental, Barcelona siempre está presente. O sea, el lado más doméstico. Y, sobre todas las cosas, el humor.
En las distancias cortas, Mendoza transmite elegancia y serenidad, aunque se adivina con cierta facilidad ese lado mordaz que deja más para la prosa. Su porte ayuda, si ustedes me lo permiten, alto y delgado, muy afectuoso en el trato, ajeno a lisonjas y solemnidades, a pesar de la solemnidad indiscutible de este premio que ha recibido, y dispuesto a ver el lado cómico de las cosas, o el lado surrealista. Porque la mirada de Mendoza, como la de sus personajes, no es otra que la de la perplejidad ante el mundo. «Piensas que los demás deben de estar locos, pero entre esos ‘demás’ uno tiene que incluirse».
La locura del presente sólo se soporta con humor, yo diría. Pero a Mendoza ya le sucedió eso en 1975, cuando estaba en Nueva York como traductor de la ONU. Ya lo he contado más veces, y, en verdad, es algo bien conocido. Su conexión con lo anglosajón, como recientemente en Londres, ha modulado también su prosa y su forma de ver la vida. Cuando Franco murió (sale en sus novelas), él y sus amigos sintieron algo así como el teatro que se cae de pronto, o de una vez, y deja ver la pared desnuda. Eso me contó en 2020, en una larga charla. «En Nueva York estábamos bien, alejados de todo, porque de España allí no se hablaba, pero bien. Era como una cápsula espacial, aunque con basura y el Studio 54. Flotábamos, sin más. Y la muerte de Franco nos llegó por teléfono unas horas antes, claro, porque estábamos en NY. Nos miramos y no supimos qué hacer. Otra vez asustados por un futuro incierto. Fuimos a tomar un whisky, eso sí. Me di cuenta de que habíamos convertido el franquismo en un chiste, pero lo cierto es que no tenía ninguna gracia. Me suelo rebelar contra los chistes de políticos, porque les quita responsabilidad, no sé. Ahora hay muchísimos chistes de Trump, claro, y a veces pienso que eso puede ser una mala señal». Cosas así me decía Mendoza. Por supuesto, me he alegrado muchísimo de su premio, tan merecido. Y me gustaría que escribiera hasta el último día, para seguir siendo eso que dijo en su discurso: «un proveedor de felicidad». Como el que lleva felicidad a tu casa en una noche de domingo, cuando las alacenas están vacías y el lunes es ya una amenaza.
Llevo ya varios años seducido por Byung-Chul Han, otro de los premiados en Oviedo. Tiene un look cosmopolita, es asiático y es europeo, bastante alemán y quizás algo francés. Su discurso me pareció brillante, aunque tal vez previsible, como sus libros (todos son grandes éxitos). Ha recibido críticas (hasta se le ‘acusa’ de millonario… siendo filósofo: no es millonario, explica, pero mucha gente cree que el intelectual o el escritor ha de ser necesariamente pobre para ser creíble. Qué cosas). Han dice cosas que conoces, pero las dice maravillosamente bien. Algunos se asombran de que, leyéndolo, uno sienta la necesidad de exclamar: «claro, claro, eso es». En Oviedo dijo que ya hemos sido abducidos por los móviles, aunque parezca que somos nosotros los que los manejamos. Quizás su librito más conocido (suelen ser breves, pero intensos) sea ‘La sociedad del cansancio’ (Herder). Sus aproximaciones a la vida contemplativa y al elogio de la inactividad me seducen, precisamente porque esta es la sociedad del rendimiento máximo. Hay, dice, una “libertad obligada de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo (…) se convierte en autoexplotación”. En fin, son grandes verdades de este tiempo. Si queréis, otro día hablamos.