Ir a musgo era, por estas fechas, la principal tarea de los niños en aquel ayer en el que la Navidad no eran luces y luces y más luces, sino un hermoso teatrillo en el que, a base de imaginación y de ternura, se recreaba el nacimiento de un niño pobre, que, andando el tiempo, llegó a ser la Luz de Dios que transformó la miseria en moneda de salvación. ¡Casi nada! Nadie, ni antes ni después, (y mira que había habido gente valiosa) había conseguido «redimir» a la humanidad y liberarla de un más allá que, por incierto, suponía la entrada en un abismo.
Se trataba, pues, de reproducir el humilde escenario del nacimiento de un ser humano, como usted y como yo, hijo de una familia de campesinos pobres, y que se veía obligada a viajar a precario para cumplir con una acto de obediencia civil. Fácil de entender. Fácil de creer. Y suficiente para, a partir de aquello, concebir la esperanza de que, a poco que se consiguiese no hacer demasiado mal, a la hora de la muerte habría una salida digna para pasar el resto de la eternidad.
Los mayores construían una plataforma de madera en un rincón de la iglesia con la suficiente inclinación. Los niños, a las órdenes de Manolo, y provistos de grandes cestos de mimbre, recorríamos el monte, el praderío y las orillas del río, buscando la humedad del musgo y ese su «amoroso» tacto que hace que la mano no se canse nunca de rozar su piel. Y alfombrado de musgo todo el «estaribel», las manos de las mujeres iban colocando, unas las figuras del portal, otras los pastores y pastoras, otras las lavanderas lavando en el regato de papel de plata que bajaba desde el monte en el que estaba el palacio de Herodes con sus soldados vigilando el porvenir.
¿Era un «nacimiento», o era un «belén»? Y el Señor Cura vigilando que nadie rompiera las piernecillas que aquel Niño, reclinado en su cuna, que acababa de nacer. Y nosotros cantando: Hacia Belén va una burra... Y las niñas cogiéndonos las manos: Son de musgo... Y comenzaban a reír.
Si ahora el cronista pusiera aquí que no hace falta creer, ni mucho menos despreciar a quienes no creen, ni someter el recuerdo al juicio de un hoy distante y distinto de todo aquello... Y si hubiera sido aquel musgo lo mejor de la infancia... Y si de aquel candor. Pero, lo que es seguro, es que muchísimos de aquellos niños que acarreaban musgo para «el nacimiento» desearían hoy no tantas luces y más sentido común.