Siempre he sido de lágrima fácil, llorar es un desahogo para mí. Pero delante de Pequeño Zar me contengo. En estos meses tan estresantes de gira literaria ha habido situaciones en las que hubiera llorado tan ricamente. Sobre todo, por el asunto del coche. Llevo más de 16.000 kilómetros recorridos desde febrero y la mayor parte conduciendo mi viejo Peugeot. Hasta el día en el que se averió y ahí empezó “el asunto del coche”.
¡Drama! Fue en la AP-66 justo antes de entrar en el túnel del Negrón, en la cara asturiana. Por supuesto, había niebla y pinteaba. Mi peor pesadilla: que se muera el coche en medio de una autopista y con mi hijo detrás. Los automóviles pasando inmisericordes a toda velocidad, la lluvia, la cobertura que iba y venía… Me hubiera echado a llorar. El coche acabó en el desguace. Le había cogido cariño. Se había convertido en una extensión de mi hogar. Cuando lo vaciamos encontramos peluches, libros, piezas de Lego, cromos de futbolistas, restos de bocadillos y palitos de Chupa-Chups, viejos CDs, un mapa de carreteras, mascarillas, unas gafas de sol de hace diez años, un periódico de la misma época, crema solar caducada... Dime lo que llevas en el coche y te diré cómo eres, pensé, y también que debía comprarme uno nuevo.
Entretanto he estado viajando en trenes, autobuses y coches del alquiler. La experiencia de los coches de alquiler ha sido nefasta, sobre todo con el primero. El navegador no funcionaba, así que tuve que usar el viejo método del móvil. Cuando el teléfono se estaba quedando sin batería, al final del viaje, fue imposible cargarlo porque había un chicle pegado donde se introduce el cargador. ¡Un chicle! Me perdí varias veces por el camino y llegué a Suances casi a medianoche. En el edificio de apartamentos, oscuridad y silencio. Para entrar se necesitaba un código que estaba en mi móvil muerto. Volví al coche y Pequeño Zar preguntó, ¿dónde dormimos? En los asientos de atrás, dije riéndome, pero me dieron ganas de llorar de agotamiento. Cogí aire, volví a la casa como una merodeadora y descubrí un timbre semiescondido bajo una enredadera. Los dueños del apartamento bajaron en pijama y me dieron la llave.
550 kilómetros después, cuando devolví el coche en Atocha me dijeron que se había caído la tapa del enganche del remolque -¿había una tapa?- y que tenía un rayón -de menos de un centímetro- que no estaba antes. 300 euros. Yo respondí, que sí estaba antes, que sus revisiones no eran muy fiables porque, por ejemplo, me había encontrado un chicle pegado dentro y nadie lo había visto. ¿Un chicle? Me miraron como si estuviera loca. Salí derrotada de la oficina. Pequeño Zar dijo, mamá, cuando hablabas parecía que fueras a echarte a llorar. Pensé, necesito vacaciones, y después, las madres también lloran, y entonces me eché a llorar. Tan ricamente.