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Los guerreros del Tuéjar

04/09/2022
 Actualizado a 04/09/2022
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Me fui en julio sin despedir a Sendo. Por eso, empiezo la temporada dedicando mis primeras líneas a nuestro pintor de caminantes, lucha leonesa y tierras devoradas por el fuego, aunque tuve oportunidad de enmienda porque no hubo acto al que asistiese este verano en nuestros pueblos, en el que Sendo no estuviese presente, en un permanente adiós de sus paisanos. El primero de ellos fue en Valdefresno, dedicado a esa lucha tan nuestra, tan limpia, tan de uno contra uno, en igualdad de condiciones y a cara descubierta, en la que se ofrece el cinturón al rival como punto de apoyo y la mano, cuando ha tocado tierra, para ayudarle a levantarse. Arranco con Sendo y esos caminantes que tanto me atraen últimamente, siempre de espaldas, siempre yéndose, siempre alejándose con el macuto a cuestas, las suelas gastadas y el sombrero sujetando el trozo de cielo que cruzan. Seres sin rostro ni nombre, sin historia ni prisa y sin verse a qué punto del horizonte apuntan sus ojos, cruzando la vida de incógnito, dejando al pintor y a los curiosos que imaginen e hilvanen su vida, cada uno a su antojo. Ellos, el silencio y la calma que rezuman y el polvo de los caminos han inspirado unas vacaciones consistentes en cerrar las tóxicas ventanas virtuales, alejarse de ladridos escritos y orales, buscar destinos pequeños con aire limpio y suelos de tierra, sin gente ni noticia que traer hoy aquí, o eso pudiera parecer por no haber destinos lejanos, petados de turistas.

Digo que puede parecerlo porque los que pasamos la infancia en un internado sabemos que vacaciones es simplemente pasar un par de meses con tus padres y hermanos, a los que no veías el resto del año, y desfogar del encierro inundando con carreras, gritos y juegos un lugar tan pequeño que, si la carrera era larga, podrías darte de bruces con los montes que lo cercan. La perspectiva del tiempo da mérito a aquellos niños que, sin un solo juguete, inventaban mundos enormes en un lugar tan recóndito, convertían en fortín los cuatro tablones que hacían de puente y a dos niñas con trenzas, en princesas sentadas en la torre, que no era otra cosa que la peña más alta, a salvo de la contienda. El río hacía de frontera y ellos, repartidos en ambas orillas con las salgueras como trincheras, luchaban a brazo partido defendiendo nada. La batalla era a pedradas y si había heridos, cruzaban a pie espantando a las truchas, para socorrer al enemigo, en un intento infantil de disimular las heridas antes de que la madre las viera. No había vencedores, vencidos ni venganzas. Bueno sí, vencía el hambre porque de repente eran un único batallón batiéndose en retirada hacia casa y allí, donde no había más bandera que un mandil de cuadros ni más enemigo que un bote de alcohol, se rendían ante una hogaza y un chorizo presentados como botín sobre un hule cuarteado. Después, como si esa merienda fuese una pócima milagrosa, aquellos guerreros que acababan de librar una batalla a orillas del Tuéjar, se convertían en adultos y hacían tareas más propias de hombres que de niños, antes de que llegase su padre con restos de carbón en la cara. Después de la cena, cuando la paz blanca que desprende la luna de aquel pueblo se detenía ante la casa, auxiliando a la triste bombilla de la entrada, la madre cosía en el banco de piedra, el padre afilaba la guadaña en la portalada y los chavales jugaban al escondite sumando a la oscuridad de la noche, la de los callejones y pajares. Lo llamábamos vacaciones.

Por aquel entonces, septiembre no venía caminando como vienen los meses. Septiembre se desplomaba de golpe, achatando los días y los párpados de las madres. O eso creíamos porque era llegar estas fechas y ella, sumida en una tristeza y silencio repentinos, empezaba una febril tarea de tendales y costura, mientras nosotros pelábamos los avellanales. Y cosía, llorando. Y lloraba, cosiendo, hasta que un día doblaba su pena y la repartía en paquetes porque no tenía maleta para todos. Ya en los internados, aquellos niños llevaban de un lugar sin nada, más historias y cicatrices de guerra que si regresasen de Lepanto. Y avellanas. Ella jamás olvidó esconder entre la ropa de sus hijos un puñado de avellanas, como regalo de despedida.

Se desplomó otro septiembre achatando el verano y al abrir las ventanas virtuales, compruebas que nada ha cambiado. Los perros siguen ladrando con rabia. La guerra se cronifica y las piedras cruzan Europa, hiriendo y matando. Como buen primer día de clase, vengo sin noticia. Sólo traigo los perros mansos del Tuéjar, avisando como sin ganas de que el oso merodea los cepos, por justificar el pan del amo. Y a los guerreros del Tuéjar con sus batallas blancas y sus piedras blandas, que quizá fuesen niñas también y hasta ellas jugaban, a juzgar por los pocos descalabros que hubo para lo que pudo haber sido. Me quedo con ellos y su guerra limpia, firmando armisticios ante una hogaza y ante una madre que remendaba rodillas y entre la ropa de sus hijos escondía avellanas.

Bien hallados todos.
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