Cerramos con esta tercera y última entrega una sucinta reflexión de enquistados tópicos sobre los catalanes, virando ahora hacia los que dimanan de sus enfrentamientos dialécticos con Castilla, que es como decir España, guiándonos en gran medida, como en los dos artículos precedentes, por Emilio Temprano a través de su erudito libro ‘La selva de los tópicos’ (1988).
Como ocurre con las personas, también con los Estados o las regiones, echarse la culpa unos a otros de todos los males e infortunios es un socorrido mecanismo que se ha utilizado y se utiliza con frecuencia. Algo de esto pasa recíprocamente entre Cataluña y Castilla. Cuando un mecanismo se repite hasta la saciedad como razonamiento válido e incuestionable, llega un momento en que se gasta, desvirtúa y llega incluso a ridiculizarse.
Aunque ya tenemos algún ejemplo medieval en que los desaires entre castellanos y catalanes llegan a una incomprensión absoluta, es en la época de los nacionalismos de finales del siglo XIX y principios del XX, incluso después, cuando los agravios mutuos se acentúan, más si cabe, que en el tiempo álgido de la insurrección de lo segadores o ‘Corpus de Sangre’ del 7 de junio de 1640. Inquina recíproca acrecentada setenta años después con la Guerra de Sucesión, cuando el borbón Felipe V ahogó la resistencia del Principado de Cataluña anulando sus instituciones, prohibiendo su lengua y marginando su cultura. Volvería una Cataluña recobrada a sufrir, con la dictadura de Franco, una nueva represión que devolvió su lengua y sus instituciones poco menos que a las catacumbas. Desde entonces estos clavos se han ido desclavando, sí, pero quedando profundas señales, heridas sin restañar. Con el tiempo, esas señales, esas heridas no curadas, revestidas de otros vendajes según las circunstancias, han obstaculizado todo intento de arreglo y cordura (el ‘seny’ que se dice en catalán). Los extremistas de ambos lados, como sentimos en la actualidad, utilizan la dialéctica más áspera que se puede imaginar para imponer sus razones.
Pompeyo Giner Babot, un etnicista del nacionalismo catalán con fundamentos «científicos de racionalismo ario», que murió pobre y loco, sustentaba que en Cataluña «ser muy hombre» quiere decir «tener mucho talento, ingenio, voluntad, empresa; pero en casi todo el resto de España significaba ser muy bruto, y del hombre se comprende la humana bestia y aun la cruel bestia africana». Parecer remitir a la expresión despectiva de «África empieza en los Pirineos», excluyendo, claro está, la zona catalana. Y añadía que Cataluña no quiere ser un feudo, un ensanche de Castilla, al que considera como un país inferior y regresivo». («Cosas de España», 1903).
Valenti Almirall, ideólogo del catalanismo político, afirma no saber de carácter alguno que sea más opuesto al catalán que el castellano. Considera a Castilla como un «mal» y Madrid como generador de «atropellos y humillaciones». Y no se recata tampoco en afirmar que la «indiferencia musulmana reina en todas las regiones españolas». ¡Otra vez África y los musulmanes! El propio Almirall hace extensiva su crítica a los políticos madrileños quienes, según él, se parecen a esas largas filas de borrachos que a veces se ven en los puertos de mar; incapaces de sostenerse por sí mismos, se apoyan unos a otros y van, juntos, tambaleándose, como si formaran una sola pieza ('España tal como es', 1889).
Por su parte, el periodista y político catalanista Antoni Rovira i Virgili se preguntaba: «¿Odio hacia España? No, no, no es eso. Los nacionalistas catalanes no sienten odio a España. Sienten, sí, el resentimiento de quien se cree atropellado y humillado». A lo que añade: «Creemos que expresan bien el sentir general de los catalanes, las siguientes palabras: si usted me pregunta si los catalanes odian a España, le diré que no. Si usted me pregunta si los catalanes aman a España, le diré que tampoco» ('El nacionalismo catalán’, 1916).
A este propósito de la ‘odiología’, el catalán Enric Prat de la Riba, que fue Presidente de la Mancomunidad de Cataluña, habla en 1917 del odio como motor del sentimiento nacionalista: odio catalán hacia Castilla, hacia Madrid y hacia todo lo que ambos representaban. Y hablaba también de la infinita capacidad destructiva de sus compatriotas, una vez lanzados a la reivindicación de la independencia radical (‘La nacionalidad catalana’). ¿No estaremos asistiendo hoy a ese pronóstico?
Al margen de toda valoración política, a través de los referentes mítico-rituales expuestos hasta aquí, se observa la frecuencia con que aparecen palabras como: «humillación», «odio», «resentimiento», «insulto», «atropello», «opresión», «agravio», «incomprensión», «represión», «robo» y otras expresiones por el estilo aún vivitas y coleando. Que no son precisamente para saltar de alegria. Pero tampoco se puede generalizar. En «Himne Iberic» el gran poeta catalán Joan Maragall escribe sin ira sobre algunas regiones españolas bellísimos poemas. No confundir con el cínico pelotilleo actual de independentistas catalanes para ganarse españoles a su causa, no súbditos del rey ni votantes del PP ni respetuosos con las no propicias decisiones judiciales.
¿Y del otro lado? Pues algo parecido. Las soflamas sobre la raza y el carácter castellano son memorables y los cantos de sirena y expresiones de nacionalismo castellano o españolista se podrían multiplicar. Los tópicos sobre el «alma castellana» son inagotables, y muchas veces de un altisonante a la vez de una maciza vulgaridad bastante sorprendente, tales como: «reciedumbre», «austeridad», «misticismo», «estoicismo», «sobriedad proverbial», «honor», «decoro», etc. Alguien al oír hablar de tanta austeridad, sobriedad y estoicismo, esgrimió irónicamente la posibilidad de que se tratara lisa y llanamente de la «extrema pobreza de una raza hambrienta».
Este «ideal» del hombre castellano era en realidad para muchos el arquetipo del hombre español por excelencia. El no ajustarse a este canon podría en momentos traer complicaciones. Semejante actitud produjo ¡cómo no! rechazos y críticas ácidas en Cataluña del tipo: «Se ha formado la leyenda de un tipo único: el perfecto Castellano, y todo lo que divergiere aquí y no se amoldara a ese Español típico se había declarado inferior. Y como ni por raza ni por cultura podíamos entrar en el molde. Éramos declarados (los catalanes) españoles de baja clase, españoles irregulares». (Pompeyo Giner Babot, opus. cit).
Por contra, en un libro titulado «Castilla ante el separatismo catalán» (1921), su autor Benito Mariano Andrade, jurista y gobernador de Barcelona, afirma que Cataluña se presenta «como una nacionalidad oprimida, ganosa de reobrar su libertad, y de quebrantar las cadenas que la sujetan; y ante esta cómoda actitud de víctimas, ocurre preguntar qué clase de opresión sufren provincias que disfrutan el mismo régimen e idénticos derechos que los demás. Ellas cuentan con aranceles protectores para sus industrias, tienen seguro un amplio mercado para sus manufacturas, que acaso no pudieran resistir la libre concurrencia de las de otros centros fabriles. Una región, pues, que se ufana de ser la más progresiva y floreciente de España, y funda en ello su pretendida superioridad ¿cómo puede decir que está oprimida y aherrojada? Una opresión así quisieran muchos países de Europa». Parece como si, tras haber pasado casi cien años, estuviésemos oyendo el mismo discurso.
Y para acabar, grotesco nos parece a estas alturas de civilización que se reviente el silencio de la noche en un barrio de Barcelona con barullo de caceroladas, contestado con el himno nacional a todo trapo, insoportable ruido, acrecentado por gritos insultantes, en los oídos de quienes sólo desean dormir en paz y alejarse fuera de la triste realidad con el mejor de los sueños posibles.

Los catalanes en sus tópicos (III)
29/10/2017
Actualizado a
13/09/2019
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