El lunes, 17, llegaron a León los ábregos, esos vientos del suroeste que marcan el definitivo fin de los veranos, los veroños, y las celebraciones populares y populosas con las que la ruralidad se dispone a enfrentarse a la crueldad del invierno. Es la época de la recogida de los frutos, la vendimia, el acondicionamiento de graneros y paneras, y, donde las hubiera, la limpieza de las cuevas y el apaño de la leña necesaria para los hornos. Y, en la montaña, ya vacía del ganado que se ha ido a Extremadura, el sagrado sacrificio de los animales que servirán de alimento a la familia.
Pero, el lunes siguiente, el 24, el ábrego se ha llevado a Lolo, nuestro Lolo, el dibujante, el entrañable leonés que durante años fue una referencia para todos los que vivimos fuera y de vez en cuando regresamos en busca de la ‘catarsis’ esa de la que habla el griego, exiliado en Suecia, Theodor Kallifatides, en su magnífico ‘Amor y morriña’. Esa catarsis que solo es posible para el autor de la tragedia, no para el público y los protagonistas.
El cronista solía coincidir con Lolo en casa de Ful, en aquel Cármenes querido, donde el ábrego sopla hasta en la primavera, y el relente de Bodón se incrusta en el alma como una caracola que continúa resonando para siempre. Y todo ello coincide con que el cronista ha encontrado en Madrid, en la cuesta de Moyano, una primera edición de ‘Azul serenidad’ de nuestro Luis Mateo, subtitulado ‘o la muerte de los seres queridos y por no sabe cuántas veces ya no ha tenido más remedio que soltar un ‘reguerín’ de lágrimas por estos ojos que comienzan a claudicar.
«La muerte exilia a los que quedamos vivos», escribe Luis Mateo en la página 67. Y es que de eso va: de ábregos, de exilios, de regresos en busca de lo que ya no está. Porque pueden quedar las casas, las paredes, los dibujos en esas casas y esas paredes, como un toldo enganchado en la memoria. Pero la verdad de verdad es que la catarsis total no se producirá hasta que no deje de soplar el ábrego final.
Vientos, exilios, catarsis, ábregos. Es decir: derrotas. Pero la peor de todas es esa que se produce cuando uno de los nuestros se nos marcha para siempre jamás. Como escribe, en sueco, el citado griego: «Cuando tu único hijo se marcha de casa siempre es una derrota». Y más cuanto se lo lleva ese viento ábrego que sopla del fin del mundo y llega surfeando las grandes olas de un furioso, encendido, mar.

Los ábregos
31/10/2022
Actualizado a
31/10/2022
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