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Lo que ‘Oppenheimer’ nos dice de este mundo

24/07/2023
 Actualizado a 24/07/2023
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Pasé el día de reflexión con ‘Oppenheimer’. No fui a ‘Barbie’, como hizo alguna política, aunque iré (parece que la película va en tono burlón, e imagino que no podría ser de otra manera). Fui porque necesitaba algo un poco trascendental. Que no digo que lo de Barbie no sea transcendental, a ver si me entiendes, pero necesitaba algo con fuerza, con energía (nunca mejor dicho), algo fundamental y etimológicamente formidable. Y me gusta bastante Christopher Nolan. Necesitaba música y grandes palabras, buenas y malas, algo que me mantuviera ocupado en la gran incertidumbre electoral.

Incertidumbre ya solventada, lo sé. Porque yo escribo antes del resultado del de las elecciones generales del domingo, pero ustedes me leen (caramba, eso espero), en la mañana del lunes. Fui a ver ‘Oppenheimer’ arrastrado también por la duración de la película, exactamente tres horas, algo que me permitía estar ocupado en ese día vacío, el no-día, en el que sabes que los votos se están fraguando en la mente de todo un país, pero tú no tienes acceso a la nave del misterio. Necesitaba, sí, un poco de transcendencia para limpiar la mente de tanto maniqueísmo.

Pero resulta que uno sale de ‘Oppenheimer’ un tanto deprimido. Es lo que tiene profundizar en las entrañas del ser humano, en nuestra cabeza, en nuestras extrañas prioridades. Ay. Porque ‘Oppenheimer’, esta película basada en una biografía del padre de la bomba atómica (así considerado, al menos) es una tragedia. La tragedia de un hombre envuelto en un gran experimento científico, en la excelencia de los avances de la física del momento, y su inevitable encuentro con el poder, con la piel áspera de la guerra, con esas necesidades tan patrióticas, esa épica para camaleones, con aquello que no tiene por qué estar cerca de la ciencia, aunque la necesita. Sí, ‘Oppenheimer’ es una gran tragedia humana que te deja casi derrotado.

La película es una de esas joyitas de Nolan. Buscador de los lados morales, de las fronteras en las que se discute la ética del conocimiento. Soy partidario del arte libre, y abomino a menudo de todo intento de mensaje moral, pero reconozco que la película dibuja bien las pulsiones humanas cuando están sometidas a grandes presiones. Cuando la vida te lleva al extremo. Como a Oppie. La película apenas enseña las primeras explosiones atómicas. Nolan se dirige al interior del corazón, obvia lo que ya sabemos, lo que ya hemos visto en tantos documentales. Nolan habla de las fragilidades del ser humano, de las tragedias personales, de la soledad que a veces sigue al éxito.

Vemos, sí, los experimentos en el pueblo recreado en ‘Los Álamos’, donde se llevó a cabo la llamada Operación Manhattan. Es magistral el dominio que tiene Nolan de las elipsis, de las pausas, del ‘flashback’, pero, sobre todo, de los ruidos, de la música, de los sonidos y los silencios. Mira más a los ojos de los protagonistas que el fulgor mortal de la bomba. De Hiroshima y Nagasaki casi nada vemos, aunque es un horror omnipresente que flota sobre nosotros. Oímos, escuchamos. Pero Nolan nos ahorra el impacto. Porque su impacto está en el rostro de la gente. Y en las manos. No es un documental.

‘Oppenheimer’ se despliega a primera vista como un drama judicial. Oppie, sometido a un juicio por sus presuntas actividades comunistas, a por la proximidad a miembros de este partido, termina siendo exonerado, al menos parcialmente, su rostro aparece en ‘Time’ como ‘Man of the Year’, pero él sabe que el verdadero dolor no podrá ser borrado fácilmente, como tampoco es fácil borrar los efectos de una explosión atómica. He aquí un hombre trágico, golpeado por el peso de la culpa. Sometido a un trágico destino.

La película, poblada de diálogos extraordinarios, está bellamente acotada por el uso de los recursos sonoros, y por las luces y las sombras. Una película envuelta en un denso tejido sensual, donde la épica de la gloria científica choca con la fría realidad de la muerte. Donde lo cotidiano se da la mano con el gigantismo de un planeta, con la grandeza y la atracción fatal de una nueva forma de energía de consecuencias en aquel tiempo no suficientemente conocidas. La película se mueve en el vértigo. En la ambición del poder, en los discursos ultrapatrióticos, en la carrera por robar el fuego a los dioses.

Porque eso es lo que Oppenheimer hace. Robar el fuego de los dioses. Otro moderno Prometeo, como Viktor Frankenstein. Jugar a ser dios, a darle a los hombres un poder hasta entonces inalcanzable, aunque eso pudiera suponer, como algunos de aquellos científicos temían, la destrucción del mundo.

Pero es lícita la ambición científica de Oppenheimer. El debate sobre los límites del conocimiento, sobre la ética del conocimiento, se abre aquí, como en la novela de Mary Shelley. Hay un instante en la película en la que el protagonista cita esas líneas de las escrituras sagradas hindúes, en sánscrito: “ahora me he convertido en la muerte, en un destructor de mundos”. Es un instante trágico, que incluso suscita compasión por el género humano. Y hay otro también muy revelador. Cuando Oppie es llamado por Truman, le dice al presidente: «Siento que tengo sangre en mis manos». Es la misma sangre de Lady Macbeth en la gran obra de Shakespeare sobre la corrupción del poder. La sangre que Lady Macbeth no puede borrar, invisible pero indeleble, aunque frote sus manos una y otra vez para ocultar el crimen.

En todo esto pensaba mientras me dejaba envolver por la belleza y la fuerza de ‘Oppenheimer’. Tres horas exactas de película dan, sin duda, para reflexionar. Pensaba en la destrucción de un hombre, que, sin embargo, había elevado a la excelencia la investigación en torno a la nueva física. Pensaba en las traiciones y en la ambición, esos ingredientes tan propios de la condición humana. Y pensaba en el poder implacable.

Pensé en aquel día en ‘Los Álamos’, cuando la bomba detonó quizás por vez primera e iluminó el cielo, sembrando sin embargo tanta tiniebla. Esa luz: la luz de la muerte. Y los aplausos por el éxito, y la estúpida inocencia que llevó a pensar a muchos de ellos que la bomba atómica acabaría con todas las guerras y traería la paz eterna. Y pensé que vivimos otra vez tiempos feroces, de raras épicas, de graves falsificaciones. Porque el miedo al colapso atómico ha vuelto, las palabras brutales han vuelto, mientras el planeta vive un momento crítico de destrucción y explotación salvaje, mientras el planeta se consume con el fuego de las temperaturas sin control, y con la falta de agua. Hay una forma de barbarie en marcha, invadiendo las puertas del futuro.
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