Ayer el día se pareció demasiado al día de ayer. Quizá fuera el mismo. Todo lo que ocurrió ya había pasado antes y se repetirá mañana. Tuve la sensación de ver la cuadratura del círculo, sin referirme a Arquímedes ni a la canción de Vetusta Morla. Simplemente, la vida y la muerte cuadraban y entre ellas estaba el humano con sus soledades y miedos. Ayer esperábamos que una niña naciera y que un hombre muriera, casi al mismo tiempo, porque un mismo momento sirve para nacer y morir millones de veces, en todos los puntos del mundo. Por eso, apenas necesitamos anestesia para vivir, ya lo conocemos todo, aunque de distinta forma y el hombre del Sur habla de las mismas cosas que el hombre del Norte, con palabras distintas porque lo ve desde otro prisma.
Amanezco leyendo al hombre del sur, la maravillosa columna de Juan Gaitán titulada ‘En el fondo del mar’. En ella explica el terrible trasfondo de la canción infantil «¿Dónde están las llaves, matarile, rile rile...?». Cuenta que esa inocente canción «habla de los judíos y moriscos expulsados de España y muertos, con las llaves de sus casas en la mano, lo único que pudieron llevarse, al cruzar el estrecho en dirección a África. Esa masacre sigue sucediendo… ahora en sentido contrario». Y Juan, tras explicarnos el origen de la palabra matarile: mauta-rila (el que muere en el viaje), repite la pregunta y la terrible respuesta que todos hemos cantado: ¿Dónde están las llaves, matarile, rile rile, rile...? En el fondo del mar. En ese momento decides no volver a cantarla y allá donde la oigas, explicar sus orígenes. Para contrarrestar la tristeza de esta historia de llaves ahogadas, viene en mi auxilio, como siempre, Galeano y su historia en la que Mario Benedetti le cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.
Sigue siendo ayer, continúa la espera de la niña y el hombre, mientras ves la película ‘Solo las bestias’ y al salir del cine, la sensación que has tenido todo el día, se refuerza. Todo encaja. Ahora leo al hombre del Norte, un tal García Gallardo, vicepresidente de la Junta sin función conocida, tan humano como siempre y como siempre haciendo amigos, refiriéndose a la polémica llegada de ciento setenta migrantes somalíes a León, que serán recogidos en el antiguo Chalé Pozo hasta el treinta de agosto: «Que los aloje la ministra en su casa o billete de vuelta a su país». Discursos de odio, racismo y xenofobia extendiéndose como la pólvora, provocando en los ciudadanos un desasosiego que no conocíamos. Sorprende la reacción de vecinos convocado manifestaciones, recogiendo firmas en folios blancos, sin saber qué pedir, organizando movimientos diarios, mañana y tarde, en distintos puntos, incluida la Subdelegación del Gobierno.
La niña vive y el hombre ha muerto. Hablábamos de ello mientras atravesábamos El Crucero, por una acera en la que todo son extranjeros que han ido llenando esa zona. Llevan años ocupando las mismas sillas, en las mismas terrazas de los mismos bares, mientras los habitantes locales hacen su vida sin haber tenido nunca problemas con ellos. Es cierto que se convive sin apenas mirarse, domina más el recelo que la sonrisa, la frontera parece situada en la mirada, en la que se intuye un temor mutuo. Como si no mirarnos nos mantuviera tan lejos como nacimos, hasta que una niña caoba rompe el protocolo y te clava unos ojos color turquesa al pasar y lo hace a golpes, subiendo y bajando la vista, como pidiendo permiso para saludarte. Solo cuando tu mirada se posa en la suya y no la retiras, te dispara una sonrisa que mata de amor. Hace años que en la puerta de al lado viven migrantes. Son más altos y negros que yo. Y más guapos. La noche y el día llegan a mi casa a la misma hora que a la suya, aunque el sol tenga favoritismo y pase más horas en sus ventanas. Oigo el ronroneo mientras cenan y sus cucharas repiquetean contra los platos, como las mías. No sé a qué dios rezan, si es que rezan a alguno. No sé si tienen madre, si están enfermos ni en qué trabajan. Viven al otro lado del tabique y somos igual de extranjeros ellos para mí que yo para ellos.
Quiero rematar como empecé, con Juan Gaitán explicando el abrazo envidiable que cada tarde se da con el mar y cuánto disfruta de ello, aun conociendo su condición de cementerio. Dice que «en los días de calma, al caer la tarde, la marea pronuncia una letanía, una sorda enumeración de nombres… la larga nómina de los ahogados». Quizá debiera ir hasta allí el Señor Gallardo y escuchar un rato, por si oye a alguna de las treinta personas que mueren diariamente intentando alcanzar nuestras costas. No se sabe si traían llaves o sólo se les cayó el nombre al agua. O simplemente se les ahogó la vida.
Quizá tendríamos que acercarnos todos a esa playa para entender que una sola llave puede salvar a ciento setenta personas. Sería un gran éxito, Benedetti necesitó cinco para él solo.