11/08/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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Me nacieron en un pequeño pueblo de la montaña más noroccidental de la provincia de León, donde si subes a la cima y caes rodando terminas con los pies metidos en el frío Cantábrico. Es pueblo negro en sus entrañas, pues durante más de cien años le arrancaron el carbón ahora despreciado. Sus montes sufrieron, y aun padecen, las cuchilladas sangrantes de la minería que dio vida y trabajo y que ahora solo rememora la amargura de los tiempos ya pasados. Como grito de lamento infinito, estos montes aun soportan la mayor agresión victoriniana, la «gran corta de Lillo», bien visible incluso a vuelo de pájaro digital. Llegado el verano sus gentes disfrutan de lo aun verde, albergando la esperanza de que lo vivo se terminará tragando el dolor causado por el acero industrial y volverá a cubrir de capa florida valles y laderas. Pero siempre hay quien prefiere que el paisaje se tiña de negro, como negra será el alma de algunos de los hijosdeput@ que con intención o por negligencia queman sus montes. Ellos son las nuevas fauces abrasadoras de nuestros montes, pero también lo son los cobardes que ven o saben, pero ignoran y miran para otro lado, y permiten con su silencio que el fuego siga quemando en unos minutos lo que la naturaleza tardaría millones de años en transformar en el carbón que ahora despreciamos. La naturaleza hace lo mismo que el hombre, pero lo hace sin importarle el tiempo transcurrido. Son tantos y tantos los pueblos que sufren el ataque flamígero que las lágrimas por lo perdido llenan pantanos que no sirven para apaciguar las llamaradas que van lamiendo y tragando todo a su paso, dejando yermos los campos ahora cubiertos de belleza verde o multicolor que albergan vida y futuro. También nosotros terminaremos por desaparecer, y lo vivo no lo lamentará, pero ojalá que mucho antes, esos desalmados que queman nuestros montes queden atrapados en las llamas abrasadoras y aun guarden fuerzas para gritar: ¡agua!, y no les llegue ni una de las lágrimas hoy derramadas.
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