Lisboa, 1 de noviembre de 1755, nueve y media de la mañana. Iglesias abarrotadas y gente en la calle por los Santos, fiesta de guardar. Un temblor espantoso, primero, y, pocos minutos más tarde, un sunami apocalíptico recorren la ciudad arrasándolo todo con la aterradora indiferencia de los cataclismos. Incalculables incendios acaban por carbonizar lo poco que queda en pie. Los muertos se confunden entre las angustias de los heridos. La capital de Portugal y sus habitantes casi desaparecen de la faz de la tierra. Esta catástrofe, cuyos efectos se dejan sentir en Europa y África (numerosos edificios se resquebrajan o caen), cambiará para siempre Lisboa y hará que, cuando hoy se visita, conozcamos sobre todo la ciudad que nació de aquella devastación.
Dos edificios resumen lo sucedido, dos lugares con destino diverso que explican el tópico que encarna esa hermosa ciudad. A la orilla del espléndido estuario, más expuesto y más frágil en apariencia, el Monasterio real de los jerónimos de Belém sigue, hoy día, alzando ilesos sus gráciles estípites al cielo de crucería que se extiende como un palio a más de treinta metros sobre nuestras cabezas. Todo parecía destinado a derrumbarse al mínimo capirotazo. No fue así. Nadie sabe bien por qué, quizás el capricho de la inmensa ola, pero la grácil fábrica manuelina sobrevivió. Tal vez se haya tenido en cuenta esa resistencia insólita a la hora de destinar el claustro a panteón de portugueses afamados, aunque Fernando Pessoa fuera inicialmente enterrado en lugar de nombre más prometedor: el Cementerio de los placeres.
Por contra, en lo alto de la loma del Chiado, frente al castillo y dominando la Baixa del marqués de Pombal, que aún no existía, la iglesia del convento del Carmen, O carmo, se desplomó casi totalmente abriendo al aire alguna nervadura sobre columnas góticas. Su preservación ruinosa como lapidario arqueológico recuerda la evisceración de la capital entera con la precisión de unos costillares blancos abandonados al sol.
Los lugares se componen de su biografía tanto o más que las personas, de ahí que traumas y tragedias en particular les confieran una distinción que a menudo llamamos personalidad. Las cicatrices que acostumbra a borrar la torpe cirugía estética municipal, tan propensa a pavimentaciones, mobiliarios, gentes de bronce y letreritos variados, son precisamente aquello que valoramos como diferente y propio. Cuando se visita una ciudad antigua en busca de aquello que la hace especial, grietas, ruinas e historias de desgracias añaden a nuestro tiempo en ellas el engañoso regocijo de suponernos apartados de sus dramas por unos cuantos siglos. Con esa íntima agitación las recorremos.