Nueve de la noche, pero en su organismo seis de la mañana. El número de copas lo perdió hace tiempo, aunque nunca tuvo la intención de llevar la cuenta. Las penas las ha ido soltando en el váter durante toda la tarde, aderezadas con el hedor de la micción. Sus sesenta y tantos y la apariencia cotidiana le convierten sin querer en un personaje de Óscar García Sierra. Se ha dejado la ropa tendida y no hay nadie en casa, esperándole, que se la pueda recoger.
Son días algo tristes estos en los que no hacemos más que desearnos felicidad, como si de pronto hubiéramos descubierto su significado. Los reencuentros –eso sí– suelen ser buenas noticias; no tanto esas sillas vacías en algunas casas, ni aquellas henchidas de ego y vehemencia en tantas otras. Son días algo grises a pesar de la abigarrada iluminación. Algo paradójicos, pues nos llenamos de cosas como rehuyendo del primitivismo nómada; como reafirmando el inconsciente evolutivo que un día nos hizo sedentarios. Y pausados. Y tan cómodos que nos volvimos comodones.
Son días paradójicos, también, porque se alude constantemente a la compañía mientras hay quien se siente más solo que nunca. Mientras los bares se llenan de borrachos y cementerios e iglesias de plañideras que no cobran; que ejercen por vocación. Son días en los que nos pintamos una sonrisa y nos evadimos entre licores, turrones y champán para evitar, quizá, tomar conciencia de las grietas de un mundo que rompemos con nuestras propias manos. La empatía y la solidaridad no deberían ser estacionales; el Gordo de Navidad le toca a un pueblo, pero, si hay problemas, le tocó a un vecino.
«Vuelvo al suco, que ya me esnorté». Lo bueno es que son fechas de ir y venir; de maletas que ruedan ruidosas como simbología del devenir. También del que ya vino, pues «no tenemos pertenencias, sino equipaje». Lo cantó Drexler muchos años después de que alguien recitara por primera vez: «Y cuando llegue el día del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar».
El Internet me dice que es un poema para leer un viernes por la tarde. Yo le digo que es que siempre está bien terminar con Machado.