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Libres de miedo y violencia

23/12/2025
 Actualizado a 23/12/2025
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Vivimos en una sociedad que ha normalizado durante siglos el machismo en las relaciones cotidianas. Ese machismo no siempre se traduce en agresiones físicas visibles; a menudo se manifiesta en pequeñas violencias diarias que se infiltran en los ambientes laborales, familiares y de ocio. Comentarios «inocentes», miradas que cosifican y silencios cómplices sustentan un sistema social que históricamente ha enseñado a las mujeres a soportar, a relativizar, a minimizar. La novedad no es que ahora veamos machismo por todas partes, sino que ahora se denuncia y ya no se tolera con la misma impunidad que antes.

El discurso público se ha transformado porque las mujeres han dejado de aceptar calladamente conductas que antes se atribuían a «malentendidos» o bromas desafortunadas. Esa denuncia creciente incomoda a quienes se han beneficiado del statu quo durante demasiado tiempo. Porque machismo no es sólo una falta de respeto en un tuit, es un sistema de relaciones de poder que opera desde la cotidianidad hasta las instituciones y que condiciona cómo se perciben y responden las agresiones.

Y esta normalización del acoso no se limita a un solo entorno. En el trabajo, muchas mujeres conocemos la presión sutil de un jefe que invade límites, un compañero que trivializa tus aportes o una cultura empresarial que vuelve a proteger más al agresor que a la víctima. En las redes sociales, las voces críticas son rápidamente desacreditadas como «exageradas». En la familia y el ocio, los piropos agresivos, las burlas sobre el aspecto físico y las insinuaciones refuerzan la idea de que el cuerpo de las mujeres está disponible para la mirada masculina. Los partidos políticos son, al fin y al cabo, un reflejo de nuestra sociedad, por mucho que hay quienes limpien su conciencia social echando toda la culpa de lo que no le gusta a «los políticos», sin más análisis ni reflexión, buscando el aplauso fácil de un auditorio con el seso sorbido con tanta posturitis, ‘clickbait’ y populismo barato. Que existe machismo en el ámbito político, si como he dicho es estructural, es obvio, lo que debemos exigir es se pongan los medios necesarios para predicar con el ejemplo y haya consecuencias para aquellos que presumen, pero carecen.

Frente a esto, no se trata de afirmar que todo comportamiento masculino sea sospechoso. El problema es la tolerancia de esta sociedad que, desgraciadamente en muchas ocasiones, muestra más cara de hartazgo ante una mujer que denuncia que apoyo real. El machismo estructural no ha desaparecido, y existe el riesgo real de que retrocedamos en derechos si no se defienden con firmeza las conquistas alcanzadas con tanta lucha. El auge de discursos de extrema derecha, la proliferación de negacionismos de la ciencia y la vuelta a narrativas tradicionales sobre el rol de la mujer en la sociedad son síntomas de que este avance no está garantizado. Aquí no puedo evitar parafrasear a Simone de Beauvoir, «bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados», absolutamente vigente a pesar de que lo escribió en 1949 en su obra El segundo sexo.

La violencia de género y el acoso son manifestaciones extremas y visibles de un problema estructural. No es casualidad que, en España, cifras oficiales contabilicen decenas de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en 2025, y cifras acumuladas que superan ya el millar desde que se empezaron los registros específicos de violencia de género en 2003. Estos crímenes son la expresión más brutal del machismo que se justifica cuando se minimiza el acoso cotidiano. Además, cada día se registran cientos de denuncias por violencia de género, y miles de mujeres experimentan situaciones de control, amenazas o agresiones que no siempre encuentran el respaldo institucional que necesitan. 

Tratar la violencia de género y el acoso como problemas aislados o exageraciones sólo contribuye a reforzar el silencio que históricamente ha protegido a los agresores. Identificar y nombrar el machismo es reconocer una realidad social que daña, mata y destroza vidas. Es aceptar que la desigualdad no es un fenómeno resuelto, sino una estructura que sigue reproduciéndose si no se combate con educación, leyes, recursos, justicia y, fundamentalmente, cambio cultural.

Quienes relativizan las denuncias o exhiben cansancio ante las exigencias de cambio están, consciente o inconscientemente, sosteniendo un ecosistema que perpetúa el sufrimiento de las mujeres. La justicia no es revancha; es equidad. No es intolerancia: es dignidad. Y la lucha contra el machismo no es un capricho moderno, sino una necesidad urgente si realmente queremos una sociedad donde las mujeres puedan caminar, trabajar y convivir libres de miedo y de violencia.

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