La muerte de un Papa es siempre una llamada a la reflexión. Aunque este pontificado se haya caracterizado por gestos ambiguos y guiños más ideológicos que espirituales, el fallecimiento de un líder religioso mundial nos obliga a pensar en el papel que juega la fe en la sociedad contemporánea. También nos invita a reflexionar sobre una confusión frecuente que termina siendo objeto de debate entre liberales y conservadores: la supuesta incompatibilidad entre el liberalismo y el cristianismo. El cristianismo no niega la propiedad, ni defiende la lucha de clases. Cristo no encabezó una revuelta contra Roma, ni impuso un sistema económico. Su mensaje fue otro: la dignidad del individuo, la libertad interior, la caridad libre, la responsabilidad personal. “Para libertad nos libertó Cristo”; “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”. No hay Evangelio sin libertad.
La libertad no es excusa para el egoísmo, como repiten desde la izquierda, sino causa de responsabilidad. “Cada uno dará cuenta de sí mismo ante Dios”. No hay redención colectiva ni culpa heredada: hay conciencia, voluntad y dignidad. Desde el libro del Génesis, el ser humano es imagen de Dios, y por tanto, inviolable. En los Evangelios, Jesús defiende una libertad radical: “La verdad os hará libres”, dice en San Juan. No impone, propone. No legisla, invita. Y siempre deja abierta la puerta a la elección personal, incluso al rechazo.
El liberalismo, en su raíz, no es una exaltación del mercado, sino una defensa del individuo frente al poder. La libertad religiosa, la propiedad privada, la justicia independiente y los derechos humanos no nacieron del marxismo, sino del cristianismo. No se trata de maximizar el beneficio, sino de limitar el poder, de proteger al débil frente al poderoso. La Escuela de Salamanca lo anticipó en el siglo XVI. Francisco de Vitoria defendió los derechos de los indígenas, afirmando que “todos los hombres, bárbaros o no, poseen por naturaleza el derecho a la propiedad y a la libertad”. Juan de Mariana denunció los impuestos abusivos, el endeudamiento estatal y la inflación como formas de tiranía. Domingo de Soto explicó que el precio justo surge del acuerdo libre entre las partes, anticipando las bases del mercado ético. No eran economistas neoliberales: eran teólogos. Y desde su fe, afirmaron que el poder debía limitarse, que el individuo no podía ser anulado por el Estado, y que la libertad era un don divino, no una concesión del gobernante.
La izquierda ha querido apropiarse de la moral, del amor al prójimo, de la justicia social. Pero cuando se suprime la libertad, la caridad se convierte en imposición, y la justicia en rencor. Por eso hoy, en este tiempo de relativismo, nacionalismo sentimental y colectivismo disfrazado, conviene recordar que liberalismo y cristianismo no sólo no se oponen, sino que comparten una raíz: la afirmación del ser humano como sujeto libre, responsable y digno.
Y esa verdad, antes que ningún partido, la proclamó el Evangelio.