«No sé si lo he dicho: mi madre es pequeña y tiene que ponerse de puntillas para besarme. Hace años yo me empinaba, supongo, para robarle un beso. Nos hemos pasado la vida estirándonos y agachándonos para buscar la medida exacta donde podemos querernos». Traigo de nuevo a Begoña Abad. Pero esta vez no es por la sencillez con que reduce la vida a dos gestos: estirarse y agacharse, como trayecto entre la infancia y la vejez. Hoy viene en calidad de portera, que fue su profesión, además de poeta. Importante labor la de abrir puertas que permitan salir a la pida y regresar al hogar. Oficio en peligro de extinción en tiempos de cámaras, controles remotos, luces abriéndote camino y puertas abriéndose solas. También necesito que vuelva Senderines, el adorable personaje de Delibes que fantasea con la función de su padre en la vieja Central en la que trabaja, imaginando que apaleaba el agua hasta sacarle el brillo con el que después se rellenaban las bombillas. Tampoco Virginia, mi madre, hubiese entendido que el carbón que picaba su marido acababa llenando de luz amarillenta la bombilla que pendía de la cocina.
Pues claro que hoy hablamos de ellas. No puede haber otro tema más importante cuando solo tenemos un genocidio cerca, ha muerto un Papa, sufrimos un apagón histórico y hay un cónclave cociéndose, en espera de la fumata blanca. Ante esto, es imperioso hablar de madres, ese lugar donde todo se calma y se tiñe de blanco. Las que frenan guerras en el umbral de su casa y paran las balas con la mano. Siempre la misma, con distinto nombre y distinta cara, que dieron a luz antes de que la luz se inventara. Las llaves maestras del mundo, que abren vidas y cierran los ojos al que se hace aire. Las que colocan el sol en el día, antes de despertar a los niños, y confían en la noche, entregando a los hijos en brazos del sueño, en un bucle infinito de agacharse y levantarse hasta invertir los papeles, como Begoña tiene escrito.
A mí me tocó en suerte Virginia, la de los silencios grandes y palabras pequeñas, de la que tanto tengo dicho. Tan discreta, tan leve en todo que parecía no hacer nada cuando a media mañana ya había removido el mundo. Ordeñaba vacas, llenaba pesebres y atendía al ganado y los campos, ayudada por sus hijos mayores, que aún tenían que estirarse para besarla.
Virginia, la que al mediodía bajaba la cuesta del pueblo, camino del río, con un balde lleno de ropa apoyado en la cadera, dejando atrás el puchero borboteando sobre las brasas, con la comida de los niños, porque el marido pertenecía a la mina hasta media tarde. Preciosa su estampa en sepia, golpeando la ropa contra una gran losa, inclinada sobre el agua. Tal vez contagiada por Senderines y su hipótesis sobre el origen de la luz, se me ocurre de repente que quizá mi madre era allí, golpeando la ropa contra el agua cómplice, donde recargaba energía, para después ponerse en modo ahorro y resistir la faena, hasta enchufarse a la noche.
Era tan dueña de todo y todo era tan suyo, que no había regalo posible para el día de la madre, salvo estirarse más de la cuenta y darle doble ración de cariño. Para ella era tan valioso el plato viejo y oxidado en el que daba de comer a las gallinas, como la vajilla buena, consistente en seis platos iguales. Había tiempo para todo en sus días infinitos. Tiempo para encender la lumbre temprano y caldear la casa. Tiempo para regar la ropa tendida en el verde por la mañana, en ese rato en que el mundo sesteaba. Tiempo para ordenar sus carretes de hilo enredados y murmurar rosarios al ritmo de la aguja, aprovechando el sol de la tarde, sentada a la puerta de casa. Levemente todo, como si no estuviera. Y tiempo para cortar las cuatro rosas del paredón, a punto de deshojarse, y ponerlas en un vaso de agua, junto a la Sagrada Familia, en ese rincón de la trébede donde, de estar ella, llevaría días encendida una vela por el eterno descanso del Papa Francisco. Ella no habría olvidado tan pronto su muerte porque un apagón pasó por la península Ibérica.
Recordando y desgranando sus faenas diarias se puede comprobar que no encendió ni un solo aparato en todo el día. Solo al llegar la noche, su única dependencia energética eran unas bombillas que daban más penumbras que luces.
Y, en caso de fallar, las velas y el candil eran más de casa que aquellos puntos de luz colgando del techo. Nunca faltaban unas velas en el cajón de la alacena. No quedaban encerrados porque los cerrojos se rendían al humano, ni quedaban colgados porque vivían a ras de suelo. Los alimentos de la huerta no dependían de generadores ni datáfonos. La sed se saciaba en la fuente y el río formaba parte de su vida.
El fuego, el que calienta, ilumina y cuece, nunca faltó en la casa. Era cuando el hombre abría y cerraba puertas, cuando aún usaba las manos y era amigo de la tierra, antes de que la `evolución´ llegara y dependiéramos de unos hilos invisibles que no están en los costureros de las madres. Y lo que ellas no puedan coser… mal asunto.
Feliz día a todas las Madres.