21/12/2025
 Actualizado a 21/12/2025
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Una cosa es la heráldica y otra bien distinta, la fantasía que nutre nuestros cuentos. En la primera, el león es un símbolo de coraje, nobleza, fuerza, majestuosidad y valor. Como tal ilustra numerosos escudos de armas. Por el contrario, en la segunda es un animal sin más, posiblemente el rey de todos ellos, a partir de lo cual se construyen leyendas, canciones y espectáculos. Y luego está la ciudad donde habito, últimamente invadida por numerosas estatuas leonadas que elevan a mito un relato falso a partir del juego polisémico de su topónimo.

Son varias las fieras domesticadas que nos han nacido durante los últimos años, adornan o quieren adornar glorietas, jardines, alcantarillas y aceras, compitiendo con otros estorbos urbanos de dudoso gusto. Los turistas son felices haciéndose fotos a su lado. Los indígenas las miran de reojo, más dubitativos, como si esas presencias inanimadas les contaminasen su identidad. Da la impresión de que alguien ha tomado la decisión de transformar la realidad de nuestro origen y convertirla en un circo. También hay leones en numerosos emblemas e inscripciones, los hay en rótulos y en camisetas, en pancartas y en vídeos reivindicativos, en insignias y en viseras… Todo es selvático en la ciudad donde vivo. O zoológico, no sé muy bien. Cualquier día podría aparecer Ángel Cristo dirigiendo el tráfico.

El caso es que llegará un momento en que no será necesario explicar en las escuelas el porqué del nombre de esta ciudad, va de suyo, nadie lo aceptará, es algo irrelevante y lejano, mejor y mucho más sencillo quedarse con ese animal que nos devora, aunque tenga pinta de dibujo animado. Eso gusta, el dibujo animado, quiero decir, Simba, Aslan, el bizco Clarence, Ricardo Corazón de León, los leones de la Diosa Cibeles, el león cobarde de Oz, el león de la Metro… ¿Para qué andarse con antiguas historias de romanos y con la extraña evolución fonética del latín si este decorado nos permite sin esfuerzo ser protagonistas de Memorias de África?

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