Esta semana se anunciaba la próxima demolición del vetusto inmueble situado entre la calle Las Cercas y la plaza de Riaño, en el barrio de San Martín. Y lo noticiaba este periódico, el martes, con la firma del periodista redipollense Alfonso Martínez, quien siempre habla (y escribe) de su pueblo, Redipollos, –adscrito al municipio de Puebla de Lillo- como si del mismo paraíso se tratara. Tiene sus razones. El asunto es que la desaparición del edificio se antoja necesaria, primero y muy importante, por seguridad; y, segundo, porque propiciará una mejor visión y conservación de la muralla medieval, tan dejada de la mano de dios (y del hombre), pese a la intervención de que está siendo objeto en las últimas fechas. Cosa distinta es que con la eliminación de la casita –que casita es, ya que se trata de una residencia de plata y piso- se cierre una parte de la historia –a veces menuda- de ese entorno urbano. No es descubrir nada nuevo que la zona –a la que se suma, entre otras, la calle de Santa Cruz- parece que ha sido bombardeada hace décadas. No se trata, pues, del viejo León, sino del León vejarrón y olvidado.
Y es que se abren las carnes si de recuerdos se trata en cuanto a ese perímetro concreto. Personas y personajes que lo habitaron y establecimientos que abrían sus puertas daban fuste este icónico rincón ‘sanmartinero’. Famosa era, por ejemplo, la peluquería de Miro –sita en la casa que va a ser derruida-, un parroquiano reconvertido en santo y seña de la muchachada que se reunía enfrente, en la plaza de Riaño, cada día. Tiempos aquellos en los que la vecindad era sagrada y la camaradería de obligado cumplimiento. Hoy, ni se sabe.
Pues bien. Al lado de Miro atendía al público la droguería (y perfumería) Maru, transformada a la fecha en un pequeño solar, a la espera de una intervención en la muralla como adecentamiento memorial ¿Y para cuándo? No obstante la antañona calle de Santa Cruz, a dos pasos y vía inexcusable hacia la Plaza Mayor, es un desastre. El viejo León, enfermo y ruinoso.
Atrás, en el opúsculo de la nostalgia, queda el que fuera bar Puerta Sol, con Lisardo al frente y sus exquisitas e inimitables patatas fritas aderezadas con perejil. Molinete, otro bar que alcanzó la titulación de mítico, con una variopinta clientela que lo hacía singular. Calzados Morala, donde Victorino, su dueño, papón de altos vuelos en la cofradía de Minerva, hizo del negocio un punto de encuentro. O ultramarinos Tuñón y su clásica cecina adobada con pimentón, que lo hizo reconocible. Menos mal que aún queda en pie La Casa de los Labradores, un establecimiento típico y entrañable ‘de toda la vida’. Lo que no se encuentre allí -calzado y cientos de referencias de diversa índole- no existe. O embutidos Goyo, otra tienda de las clásicas, cercana a su primer centenario. Es el León que se escapa entre las manos. Y es triste.