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Las mejores horas de julio

09/07/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Cuando era niño, el día más feliz era el de la comida multitudinaria. No necesariamente en las fiestas patronales. En mi casa nunca se celebraron mucho. Siendo hijo único y con una familia que se apretaba el cinturón en el tardofranquismo (como casi todos), y aún después, la fiesta del pueblo se resumía en un par de conejos desollados por mi padre y colgados de un clavo del alero del tejado para que la carne se secara y cogiera cuerpo. ¿Puede hablarse hoy de esto? Era comida. Pero en mis paseos por Europa sólo he encontrado la calificación de los conejos como mascota. Mi madre aceitaba las piezas de carne, cogidas una a una con esmero: el adobo era fundamental. La casa olía a tomillo entonces y, una vez completado el guiso, se sacaba un mantel de lino y los cubiertos del ajuar, que, de todos los días del año, sólo tenían uso en fecha tan señalada. Mi madre preparaba a veces un roscón con nueces, su postre favorito. Y también el mío. Pero, aunque el menú variaba con respecto a los días ordinarios, y aunque la mesa estaba vestida para el festejo, la soledad persistía. No había nada que hacer en una familia tan corta. A veces bajaba algún tío del pueblo cercano, pero era una rareza. Las fiestas que viví en grupo siempre fueron las fiestas de los otros.

Y así las recuerdo. Invitaciones de amigos, compañeros de curso, quizás algún cumpleaños. Aunque esto lo dudo: no se celebraban entonces con la parafernalia con que lo hacen los niños (y los padres) de hoy. Ni eso, ni casi nada. Cualquier motivo era bueno para una reunión. Mi padre me había enseñado desde pequeño la atmósfera de las hacenderas, un clásico de nuestra tradición vecinal y solidaria: descubrí los escabeches, en aquel tiempo aún verdaderamente artesanos. Junto a las cunetas polvorientas que había que limpiar, luego, a la caída de la tarde, los hombres se solazaban con viandas y vino abundante en el teleclub, presidido desde lo alto, como si de una diosa se tratara, por la nueva televisión. Ahí fui adivinando por qué la comida en común unía espíritus y aunaba voluntades, desconociendo siempre de horarios y reglas imperiosas. Se trataba de no someterse a los dictados de la vida moderna, que ya se barruntaba, renegando del control y de las limitaciones propias de las ciudades y las gentes de orden. Mi padre y yo volvíamos a veces a casa, antes de la extraña racionalidad de los caminos de concentración, bajo un campo de estrellas. Era verano y el calor nos abrazaba, porque el río, allá abajo, estaba demasiado lejos para acercarnos algún frescor. La noche se demoraba entre las sombras de la morera, el tótem vegetal, el gran dios, la noche era un animal poderoso e insomne: eran las mejores horas de julio.

Pienso ahora en esas comidas de patios cercados de adobe y tendales con ropa de trabajo. Las casas de los pueblos suelen ser mucho más amplias que las de las ciudades, y sus habitaciones, a veces, deliciosamente irracionales desde el punto de vista arquitectónico. Pero no había mesa, aunque fuera extensible para sorpresa de nosotros (se abrían quejumbrosamente), que diera cobijo a comidas multitudinarias de verdad. Así que se montaban tablones sobre caballetes en los corrales, o en las entradas de las casas, como luego he visto que hacen mucho los italianos en las fiestas patronales. Y se disponían manteles inmaculados, sin flores, ni adornos, que de eso no había, jarras de vino cumplidas que nos estaban más o menos vedadas, y gaseosas de producción local, algo común en aquella época. Aún asocio la fiesta a los refrescos metidos en un surco de la huerta para que se enfriaran.

Esta celebración colectiva, desordenada y sin muchas reglas, salvo el orden riguroso de los platos, sometida al albur de las tormentas que crecían (como crecen ahora) en las horas postreras de la tarde, y que a veces nos obligaban a regresar al comedor precipitadamente, cada uno con su plato en la mano, es hoy un recuerdo que se aproxima a la idea más perfecta de la felicidad. El rito de la comida abundante y multitudinaria en días de pobreza, algo incomparable frente a los escabeches de las hacenderas o los platos de cecina que, invariablemente, te ofrecían en cualquier casa, tenía algo de estrategia de supervivencia, de venganza ante los males de Historia. Existía la necesidad de celebrar y vestir la casa en días señalados, de limpiar con retamas el patio, de humedecerlo para que transmitiera frescor al atardecer. Y lo mejor era el abandono del reloj, la confianza ciega en el mandato del sol, ese liberador descreimiento de la existencia ordenada a la que otros, mucho más ricos, estaban sin duda sometidos. Fueron, creo, los últimos coletazos de la vida aldeana tal y como la conocimos. Aunque queden cosas, desde luego. Aunque se reconstruyan de vez en cuando, siquiera artificialmente, aquellas imágenes de familias enteras sentadas en los patios, aunque en los aparadores aún brillen las viejas vajillas, aunque resistan todavía caminos polvorientos y árboles antiguos que, milagrosamente, no han sido cortados, lo cierto es que la edad adulta nos empujó a la vida urbana, y los pueblos se quedaron vacíos y mudos. Y los patios esperando la llegada del verano.

Contemplo la España progresivamente deshabitada, y esta provincia, que ya entonces anunciaba la tragedia de la despoblación, aunque nosotros no lo sabíamos. Avanza el mes de julio y no faltan homenajes a los productos locales (frente al avasallamiento de la globalización y la agricultura masiva). La comida sigue estando en el imaginario de nuestra supervivencia. El pasado terrible pesa aún en algún rincón de la memoria, la pobreza infinita no se olvida. Pero también el ansia de celebración. ¿Hay niños de pueblo? Tengo serias dudas. Yo lo fui, y, aunque perdí pronto esa condición, me gusta recordarla ahora, en medio del verano. Casi todas las fiestas de España tienen que ver con la comida. Tienen que ver también con ese sentimiento de rito colectivo, en el que se comparte una abundancia que, si no existía, se inventaba. Utilizamos miles de kilos de tomate y miles de litros de vino para celebrar, y eso nos inunda de placer y de confianza en que la tierra seguirá pariendo, si las tormentas y los muchos inconvenientes que sufre el campo no lo impiden. La tierra es el vínculo final, el cordón que nos une con la vida. Hay en toda Europa un movimiento que propugna una agricultura ecológica pensada para los mercados locales, y que recuerda aquello que plantábamos en la huerta para vivir, sin saber siquiera que ya éramos campesinos sostenibles. La tensión entre lo grande y lo pequeño es inevitable: la macroeconomía anuncia que hay que dar de comer a mucha gente en este planeta y que sólo podrá hacerse mediante la producción masiva. Pero el llamado de la huerta doméstica, de la comida propia por nosotros cultivada, sigue ahí. Somos los mayores celebradores de lo que comemos, nadie más que nosotros confía al paladar una parte importante de la felicidad. Quizás vivamos una revolución en busca del sabor perdido.

La España de las fiestas gastronómicas me recuerda aquel calor de las fiestas colectivas, el sonido de los manteles de lino desplegándose. No es lo mismo, lo sé. Lo que estuvo en nuestra educación sentimental, lo que era un rito familiar o vecinal, hoy pertenece más al ámbito de las instituciones. Al turismo. Pero seguimos hallando sosiego y amor sentados a una mesa. Al llegar el verano, la vida vuelve lentamente a los pueblos que un día tuvieron un relato propio. No todos resucitan. Quizás vuelvan algunas de aquellas reuniones. Niños improbables abarrotando patios, sin detenerse ante el dictado de las sebes. Y el mismo olor en las cocinas, y el mismo raro entusiasmo de vestirse de domingo. No sé cuánto de eso regresa. Tal vez ya no hay familias largas, pues muchos se han ido a otros lugares. Y algunos se han ido para siempre. Y, sin embargo, quizás haya una oportunidad. Recorro la casa vacía, los patios y corrales en silencio, pero, sin la mortaja del invierno, creo escuchar de nuevo aquellas risas en torno a las mesas inmensas. Y aquellas palabras limpias que nos construyeron.
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