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La nana del ogro

08/05/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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«Duermete ogro, duermete ya, que las hadas y sirenas no volverán». Así trataban de dormirme cuando era pequeño. Como lo cuento, ‘La nana del ogro’ me cantaban, no la del niño bonito, ni la de mi cielo, mi sol, mi corazón, ni la del chiquirriquitín queridito del alma, no, ‘La nana del ogro’. Como para no salir atravesado, como tantas veces me han dicho. Pero prefiero creer que era por mi bien, para prepararme para el mundo hostil y horrible que me esperaba al otro lado de los barrotes de la cuna, tras los muros del corralito, donde había más posibilidades de sobrevivir siendo un ogro, una brujo o un duende que una hado, un príncipe o un pitufo. Era una nana para prepararme, para hacerme más fuerte desde el primer día, era una nana espartana.

Y caló en mí tanto que de niño cuando me caía de la bicicleta o me daba un coscorrón, en lugar de quedarme sentado llorando a moco tendido o refugiarme en las faldas de mi madre, echaba a correr sin sentido, salía disparado como un ‘sputnik’ hasta que me cansaba y en un lugar apartado, en el que nadie me viera, ya daba rienda suelta al llanto. Era un ogro y no podía mostrar debilidad.

Con el tiempo mejoré y aprendí a tragarme las lágrimas y ya no me hacía fatal salir corriendo. Mi familia lo agradeció muchísimo porque ya estaban hartos de tener que andar a carreras detrás de mí cada vez que me hacía daño, que solía ser varias veces al día. Sin embargo, los ogros también nos cansamos y ahora muchos días me gustaría volver a salir corriendo a llorar donde nadie me vea. Pero ya soy un ogro adulto, con obligaciones y responsabilidades y no puedo hacer esas cosas.

Además, no voy a darle el gusto a las hadas y sirenas, no voy a olvidar todas aquellas nanas, todas aquellas carreras, todo el cariño que le dieron al ogro arriba firmante.
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