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La España vacía

17/07/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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En su fabuloso ensayo ‘La España vacía”, que tanto impacto ha tenido y sigue teniendo desde que se publicó hace meses (no hay como hablar de lo verdaderamente sólido para que los lectores vuelvan la vista hacia ti), el periodista y escritor Sergio del Molino publica un mapa nocturno de la Península Ibérica cuya visión es una revelación en si misma: mientras que la periferia de la península está iluminada entera el resto está a oscuras completamente con la excepción de Madrid y de algunas ciudades grandes del interior: Zaragoza, Sevilla, Valladolid… y pare usted de contar. A su alrededor la nada, el vacío existencial y demográfico al que se refiere el libro de Del Molino y que tanta zozobra produce al verlo. Porque una cosa es saber que la España interior se está quedando sin gente y otra constatarlo así, con toda la crudeza de la postal aérea nocturna.

Viniendo hacia León una vez más, atravesando desde Madrid los grandes páramos castellanos, avistando a ambos lados de la carretera pueblos semivacíos y decadentes, sin apenas personas por sus calles, ni siquiera en aquellos cuyo nombre acompaña pasajes históricos de relumbrón, acercándote poco a poco hacia la Cordillera Cantábrica, cuyo perfil reconoces a cien kilómetros de distancia, el vacío emocional se va adueñando de ti, extensión del existencial que observas a tu alrededor. Ni siquiera en las cercanías de León, la que fuera capital de un reino, la primera de un imperio cuyas glorias, si es que las tuvo, son hoy harapos, se advierte vida y actividad, salvo que llamemos actividad a los tres tractores que faenan en los campos con la hierba y a los contados coches que pasan, sin prisa, como los jubilados que normalmente los conducen. Llegados al pueblo de tus vacaciones, los carteles de ‘SE VENDE’ y la desolación total, no por sabida y esperada menos descorazonadora, te reciben como antiguamente aquellos vecinos que hoy añoras, por ellos y por la carencia de otros. El León vacío, como la España vacía, esa España interior, envejecida y semidesértica que Del Molino describe con compasión pero sin ambigüedades, camina hacia su final pese a que la vegetación, los pájaros y el buen tiempo intenten camuflarlo con el ropaje de las vacaciones, del verano que trae de vuelta a la tierra a los que se fueron por unos días y que se marcharán de nuevo al final de aquél dejando detrás de sí, como yo también haré, la auténtica realidad de un país que, partido en dos, cada vez sabe menos uno del otro porque están a miles de kilómetros, sino geográficos sí existenciales, porque esta España que hemos construido entre todos lo ha sido sobre las ruinas de una, la más auténtica, la de verdad, la del interior, la que ya a nadie le importa porque no da votos ni es negocio para las multinacionales.
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