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Kramatorsk y los paisajes del horror

11/04/2022
 Actualizado a 11/04/2022
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El paisaje de la estación de tren de Kramatorsk se volvió oscuro y gris, como en todos aquellos lugares de Ucrania en los que la invasión deja la marca de la muerte. Las imágenes que llegan, en este tiempo de pantallas, muestran un país en el que la gama cromática gira en torno a los tonos cenicientos que caracterizan los escombros y las tierras removidas por el armamento pesado y las explosiones.

Se diría que el color de la civilización se ha evaporado. En la estación de tren de Kramatorsk, donde la gente buscaba un último tren para huir, quedaron muchas maletas huérfanas, enhiestas sobre sus ruedas diminutas, abandonadas a la intemperie. Había algo extraño en aquella resistencia de las maletas en medio de los cadáveres, cómo, una vez más, el ser humano había sucumbido al horror mientras los objetos esperaban una improbable segunda oportunidad. En algún sitio escribí que aquellas maletas de colores, algunas de colores metálicos y brillantes, mantenían los tonos de otro tiempo, del tiempo de paz. No podían volverse cenicientas ante el luto, ante la desaparición de sus amos. Mantenían los viejos colores de la alegría.

Las fotografías revelaron un asfalto espolvoreado de muerte, pero también esos puntos de color de las maletas que parecían mascotas pendientes del regreso de sus amos. Si no las hubieran retirado, quizás seguirían allí, esperando, como el perro espera durante meses frente a la tumba del dueño. Pensé en el contenido de aquellas maletas, que insistían en mantener la esperanza de la vida, la idea de un futuro.

Una maleta guarda la idea de un futuro, aunque sea la de un emigrante, la de un exiliado, la de alguien que huye. Imagino cuánto dolor hay en un equipaje hecho bajo las bombas. Cómo se puede elegir, cuando no hay tiempo, qué objetos llevarse, si quedan, qué fotografías escondidas en los pliegues de unas camisas que sólo te pondrás allá donde no haya ceniza. Y cómo ese breve recuerdo de la vida puede quedarse varado en los andenes de una estación, huérfano para siempre, y terminar en algún almacén, en alguna oficina, donde no se acumulan objetos perdidos, sino futuros perdidos.

La guerra deja un rastro feroz de destrucción y de injusticia, pero, una vez que transita por las calles de las ciudades y por las carreteras, el aire se llena de silencio envuelto en grisura. Es el perfume de la muerte. Es el color de la muerte. La guerra transforma el paisaje en pocas horas. La imagen de Boris Johnson, caminando con Zelenski por las calles de Kiev, resultaba extraña a nuestros ojos acostumbrados al paisaje polvoriento, a los ropajes militares o a la camiseta verdeoliva del presidente ucraniano. Johnson parecía allí, con su corbata azul, con su traje azul, alguien aterrizado desde otro planeta.

Ese paisaje de edificios desventrados desde la raíz, ciudades reducidas a cascotes, daña el ánimo como los muertos rigurosamente colocados en hileras, envueltos en bolsas negras. No hay lugar para el color. Así se anuncia un apocalipsis. Durante muchas semanas los ucranianos mantuvieron una presencia continuada en las pantallas (aún lo hacen): mientras caían las bombas, ellos emitían desde sótanos y refugios con sus teléfonos móviles. Aún había color. Los ropajes de los niños, algunos juguetes: aún no estaba el paisaje carcomido y devorado por la desesperanza, por la tragedia. Pero, con el paso de los días, la imagen del país ha cambiado. Silencio y luz mortecina, calles desoladas, esqueletos de tanques oxidados o reventados, edificios que pugnan por mantenerse en pie. Y los muertos, que aún las cámaras llegan a mostrar. En pocos días todo el color desaparece.

Esa tarea ciclópea de los que barren cascotes y vidrios, a pesar del manotazo de la barbarie, causa ternura y compasión. El amasijo de cables y estructuras ruinosas que se ven en los reportajes es suficiente retrato de la guerra. El gran fracaso del ser humano está ya en esa velocidad pasmosa con la que se han derruido décadas de esfuerzo. Podemos ser muy rápidos destruyendo la vida de los otros. Y destruyéndonos a nosotros mismos.

Son muchos los que han caminado durante días. Lo hicieron al principio, cerca de la frontera de Polonia, cuando la huida desesperada ocupaba horas y horas en los informativos. De un día para otro, la invasión obligó a abandonar las rutinas por una vida próxima al estado salvaje, arrastrando las pertenencias, ocultándose allá donde se cernía el peligro, calculando la seguridad en cada encuentro, en cada conversación, dudando de todo. Después, ya sobre el terreno, los reporteros contaron historias de los que habían caminado sin cesar, en busca de una seguridad improbable. Incluso, historias terribles de los que caminaron hacia el lugar equivocado.

Lo que golpea a Europa es la sensación de fragilidad. El parecido de esas calles y de esos edificios con nuestras calles y edificios. Por supuesto que cualquier guerra es terrible en cualquier parte, pero Europa no deja de contemplar esa similitud, se ve en ese espejo roto, qué duda cabe. Zelenski, en sus intervenciones a distancia en numerosos Parlamentos nacionales, no deja de decir que es toda Europa la que está amenazada. Una forma de vivir, una forma de entender la convivencia y el respeto a otras culturas. Por extensión, es la democracia la que está en peligro. Y, más allá, la idea de civilización que siempre hemos creído sólida. Hemos pecado de ingenuos. Tal vez por vivir en el centro del mundo, por estar demasiado acostumbrados al bienestar. Por eso las elecciones de ayer en Francia eran tan importantes. Si Europa ofrece dudas en torno a la idea de libertad, todo estará perdido.

El miedo hace su pérfido trabajo es nuestras sociedades. Muchos lo propagan con el fin de provocar oleadas de insatisfacción: he ahí la herramienta más peligrosa. Hoy es más fácil atenazar a una sociedad con la incertidumbre a través de un lenguaje cargado de maniqueísmo y simpleza. Hace unas semanas el escritor Isaac Rosa ganó el Premio Biblioteca Breve (Seix Barral) con una magnífica novela, ‘Lugar seguro’. En ella, escrita antes de la invasión de Ucrania, presentaba a un comercial venido a menos que se dedicaba a vender búnkeres ‘low-cost’, al tiempo que buscaba un tesoro familiar que le solucionara la vida para siempre. El libro es desternillante, pero también muy revelador. El miedo puede destruirnos, tanto como las bombas. Leo en la prensa que la pandemia y la guerra han puesto de moda los búnkeres de lujo. Me temo que no nos protegerán del bombardeo de la propaganda, esa ingeniería social contra las sociedades libres y plurales.
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