Me dijeron muchas veces aquella frase del Premio Nobel George Bernard Shaw sobre la juventud. «Es una enfermedad que se cura con el tiempo», aseguraba el escritor, y hasta no hace tanto me parecía poco más que una ingeniosa ocurrencia, un perfecto epitafio para esculpir en la losa inevitable que supone hacerse viejo. Entendí después que hablaba en serio de una juventud que no puede medirse en años. Esa época impulsiva y atrevida para la que solo existe el presente y que se enfrenta por primera vez a todas las situaciones que acabarán siendo recurrentes a lo largo de la vida. La juventud se cura leyendo, triunfando, viajando, fracasando, conversando… viviendo. Y a pesar de habitar un momento histórico que la idolatra esa juventud que se cura es también incertidumbre, inexperiencia, decepción y expectativa. Con una vez basta. Qué pereza. Amamos la juventud tan solo porque nos mantiene razonablemente alejados de la muerte.
Esa juventud, que no depende de la edad, va posándose poco a poco en un lugar más confortable y seguro. Incluso más feliz, si me permite el atrevimiento. Los errores que cometí hace veinte años, que los hubo y me arrepiento, nunca traicionaron ese plácido lugar que sin saberlo estaba construyendo. Cambiar es lo natural, desconfíe de quien se quede anclado en el pasado. He conocido a la misma persona y sin embargo tan distinta dependiendo del momento vital en el que se produce el encuentro. Así que no siga juzgando a alguien que quizá ya no exista. Eso también se aprende.
Me apenan los jóvenes a destiempo, llenos de arrugas y cargados de rencores enterrados que son incapaces de madurar con coherencia. Se jubilarán con tareas pendientes. Esos que están siempre en el lado bueno de la historia, sentencian categóricos y todavía no han podido ver que sus vicios eran al menos igual de grandes que los nuestros. Los que persisten en aquella tempestad revolucionaria de la juventud bisoña, y sigo sin hablar de años, continúan enfermos.