jose-miguel-giraldezb.jpg

Julio Llamazares: el viaje del padre

17/11/2025
 Actualizado a 17/11/2025
Guardar

Nada más encontrarme con Julio Llamazares en el hall del Hotel Plaza de A Coruña, donde hemos quedado para una entrevista, le digo que, al leer su nuevo libro, ‘El viaje de mi padre’ (Alfaguara), he sentido como si estuviera leyendo mi propia historia, o mejor la de mi padre, que también luchó en los alrededores de Teruel como el suyo, obligado por los reclutamientos de los llamados nacionales (todos lo eran) en esta región militar del noroeste. Es decir, que la novela sobre su padre, viajando hacia la guerra, me pareció desde el principio la novela sobre mi propio padre, la que yo no escribí, aunque en realidad es la novela de miles y miles de hijos de este país (como lo será también de muchos nietos), cuya historia personal se vio marcada por esta gran tragedia. Hasta el punto de que, si existimos en este mundo, es porque nuestros padres lograron volver a casa.

Me siento afortunado compartiendo unas horas con Julio cada vez que saca novela. Aún recuerdo la última charla, también en A Coruña. No hay manera de coincidir en León, qué se le va a hacer. Durante la cena, hablamos de cómo la literatura es memoria. Como también ha ejercido de periodista y reportero, Julio Llamazares sabe que la literatura y el periodismo se tocan, pero donde termina uno, o donde no llega (es decir, más allá de la realidad), empieza el otro: la imaginación. Por eso un escritor es alguien que está siempre en esa frontera. “Yo me considero un hombre en la frontera”, me dice. Y me recuerda su cita favorita, la de Lobo Antunes: “La literatura es la memoria fermentada”.

No falta memoria, desde luego, en ‘El viaje de mi padre’. Lo que faltan son las palabras que el padre no dijo. Tampoco el mío. Explica Julio que es normal que la gente no quisiera hablar mucho de algo tan terrible. Mejor callarse y seguir. “Me lo decía Saturnino, el amigo de mi padre, que algo más me contó de Teruel, y que le acompañó cuando se incorporaron al Regimiento de Transmisiones. Como yo insistía en preguntar, siempre acababa diciéndome: ‘deja la guerra en paz, hombre, ¡qué más da ya!”.

Lo cierto es que el silencio envolvió a este país durante varias décadas. El silencio, la pobreza y el dolor. No el olvido, aunque olvidar es quizás una forma de curarse. Por extraña coincidencia, hablamos de todo esto justo cuando están a punto de cumplirse 50 años de la desaparición de Franco. Aunque yo era un adolescente, de esto último me acuerdo muy bien.

Esta es una novela, o un viaje a la memoria (‘memoir’, llaman a este género literario los ingleses, que suelen tener palabras para todo), una historia de una parte central de la vida de los protagonistas, que parte del hecho doméstico, de la relación paternofilial, de la pérdida del dulce refugio de la casa, pero que, en realidad, es la memoria de todos. Es la reconstrucción de algo que apenas se pronunció para no dañar a los hijos. El viaje hacia el escenario de la batalla más terrible, el relato del trayecto hacia la guerra (para, como Ulises, volver al hogar, tras sortear graves emboscadas: la literatura nace con la idea del viaje, me recuerda Julio).     

Hablo con Julio Llamazares en la tranquila sobremesa del noroeste, aunque dos días después completaremos la charla por teléfono. A la presentación multitudinaria en la UNED le sigue una cena de amigos, a la que acude, sólo durante unos minutos (ha de volver a Pontedeume), Mario Crecente, que trabajó con Julio en el documental de A Fonsagrada, el que dirigió junto a Felipe Vega: ‘Eloxio da distancia’. También nos acompaña la gran Nuria García Montiel, actriz, directora y guionista, y, por supuesto, los mejores activistas culturales de la ciudad, Javier Pintor y el poeta Xavier Seoane.

En la charla, Julio enlaza parte de su obra narrativa, sobre todo la de la primera época, con esta última novela. Empezando por ‘Luna de lobos’, por supuesto, que se menciona en ‘El viaje de mi padre’, porque aquí aparecen Los maquis de la Cerollera, pero también el paisaje desolado y vacío, como en ‘La lluvia amarilla’, o el asunto de la memoria y la identidad, como en ‘El río del olvido’. “Lo que pasa es que aquí apenas tenía frases o recuerdos, porque mi padre hablaba muy poco de la guerra y yo poco o nada le pregunté. Y claro que me arrepiento. Lo que más me decía es lo del frío de Calamocha”, explica. Le digo que mi padre tampoco me dijo mucho. Me contó bastante más de los once años que pasó en Venezuela, como emigrante. Me lo contaba mientras paseábamos por los caminos de concentración: a mí me parecía algo propio de Emilio Salgari. Pero, de la guerra, también me dijo muy poco. Apenas cuatro frases sueltas.  

Sin embargo, hay algo en este libro de Julio Llamazares que sí me trajo una memoria vívida de mi padre refiriéndose brevemente a la Guerra Civil. La carga de la caballería del general Monasterio. Esa debió de ser. La última carga de caballería en una guerra, escribe Llamazares. En lo que fue, según Alfonso Casas Ologaray, el Stalingrado español (en las batallas en torno a Teruel se alcanzaron los veinte grados bajo cero), mi padre, Miguel Alonso Pertejo, no debió de estar lejos del padre de Julio, Nemesio Alonso Díez, y de Saturnino Díez Tascón, ellos con su radio. Mi padre sólo parecía almacenar en su mente fogonazos de lo que sucedió, no una narración coherente y sólida. Y, siendo yo aún un niño, me dijo algo como esto: “recuerdo a los caballos resbalando entre la nieve y cayendo al suelo”. Sin duda fue allí. La nieve y la niebla a buen seguro lo envolvían todo. Un paisaje infernal de hielo y muerte. La nieve regresa así a la literatura de Julio Llamazares como un gran elemento de la memoria, aunque aquí sea la memoria del padre, porque, cuando Julio hace el viaje siguiendo las huellas paternas, el clima, escribe, es muy benigno, incluso cálido en exceso.   

En ‘El viaje de mi padre’, Julio Llamazares visita los escenarios de la Guerra Civil, hacia Teruel, y luego, finalmente, hasta El Grao de Castellón, “donde muchos de aquellos soldados vieron por primera vez el mar”. Es poderosísimo el contraste entre el pasado (quedan vestigios, pueblos fantasmales, trincheras como las de Rubielos), y el presente, también vacío, fruto de la despoblación. Aquella nieve de 1938, que caía sobre los vivos y sobre los muertos, se cruza en este libro con un clima suave, gente amable que enseña pueblos casi deshabitados, vías del tren clausuradas para siempre, y la memoria así también pasa ante todos nosotros, se detiene un instante y deja hablar al paisaje. Llamazares atraviesa parajes que se parecen al ‘Far West’, como él dice, pero, al leer su historia, que es la de muchos de nosotros, en el fondo del cerebro se agazapa, como un animal salvaje, el frío brutal de aquel invierno y el frío inabarcable de la muerte.   

Archivado en
Lo más leído