12/10/2023
 Actualizado a 12/10/2023
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De un tiempo a esta parte la isla de seguridad europea, rareza en un mundo plagado de conflictos y miseria, parece asediada por esa cruel realidad de la que juró blindarse. Jamás sentí como ahora la amenaza de la guerra. Todavía es solo un aliento gélido en la nuca pero desde que los terroristas de Hamás volvieron a hacer estallar el eterno polvorín israelí me noto cobarde, como si la reciente concatenación de conflictos fuera una evidente premonición del poema de Bertolt Brech en el que «primero se llevaron a los judíos» que ya se sabe que termina en que «ahora vienen a por mí, pero es demasiado tarde». 

El mundo ahí fuera siempre fue un lugar hostil y peligroso con decenas de guerras sanguinarias. Guerras lejanas para el cínico europeo del XXI que defiende la paz sin haber sentido nunca el olor al polvo denso de la destrucción. Pero desde la invasión rusa de Ucrania todo parece diferente. La guerra se acerca. Cuando las bombas cayeron sobre Bajmut vimos a familias como la nuestra huir y morir de improviso, porque «la guerra es siempre una prisión» que dijo Rilke, en unas ciudades rotas iguales a las nuestras. Esa misma desesperanza vuelve a inquietarme con el ataque indiscriminado de Hamás y la terrible respuesta israelí. Cientos de jóvenes que disfrutaban de un festival de música, como tantas veces nosotros en el Sonorama, eran tiroteados y secuestrados a bocajarro, con el móvil grabando y esa violencia primaria de la que nos creemos a salvo. Soñé que éramos nosotros gritando y asfixiando los acordes de Sidonie en el escenario. ‘El mundo de ayer’ de Sweig con los teatros bulliciosos y la barbarie a la puerta. La política en vez de reconstruir la paz se acomoda en la trinchera de los matices y la entelequia ideológica. Sin la paz como única bandera crece la sombra de la guerra y esta vez (egoístas) debería importarnos porque esta vez su oscuridad nos acecha. Más aun cuando, parafraseando a Sweig, el heroísmo ya no forma parte de nuestro carácter. 

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