06/09/2023
 Actualizado a 06/09/2023
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Soñé que tenía en la cabeza algo pequeño y rosa, de aspecto inocente, como un accesorio infantil, que en realidad era una interfaz a través de la que se filtraban mis procesos de pensamiento. Dentro del sueño preparé café y desperté a mi hijo en el que detecté el mismo dispositivo, aunque durante el desayuno me di cuenta de que ambos funcionaban de manera distinta ya que el mío era como un endo-electrodo que extraía mis pensamientos y el suyo era a la inversa, una inyección de ideas que básicamente subtitulaba los suyos, que nacían a modo de imágenes, anticipando palabras a cualquier fotograma que pudiese brotar de su mente. En el coche la radio nos ofrece un par de noticias, tres anuncios y varias canciones de Goldfrapp que por lo visto había escogido previamente. «Mamá, qué aburrido es tu algoritmo» dice mi hijo mientras su mente numera cuestiones varias, una actividad recomendada desde la escuela: datar y numerar, explorar la inefable belleza del dato. Supe que no sería fácil que los Tribunales se prestasen a cambiar mi algoritmo. La realidad personalizada se consolida y a los cuarenta es difícil que se modifique el paisaje vital. 

Entro en la reunión con Víctor, el director de una película que estamos escribiendo juntos. Somos la última generación de comunicadores de los que las ideas son drenadas para ser usadas por aquellos que sustituirán comunicación por conexión. Esa sombra pesa sobre nuestro trabajo y aunque algunos intentaron lucharlo, pocos anticiparon la tiranía del algoritmo. Al verme llegar dice: «Estamos dormidos». Me sorprende su sagacidad para intuir que nos encontramos dentro del territorio del sueño. Quiero trasladarle que estoy ensayando un tipo de escritura automática que escape a la interfaz, algo que brote de más allá del propio pensamiento, un puente desde el vacío a la palabra sin importar la coherencia. Se lo muestro sobre una servilleta y efectivamente esquivo al lector de pensamientos, algo que celebramos con una mirada cómplice justo antes de que se interrumpa el sueño. 

Me levanto de la cama y asegurándome de que no tengo dispositivo alguno en la cabeza, voy a la cocina a preparar café. Cuando mi televisión me ofrece las noticias según mi algoritmo las descarto. Saboreo el misterio de no saber lo que mi hijo piensa y le miro en silencio. Le propongo ir de viaje sin rumbo fijo y con un equipaje mínimo. Finalmente, contesto que sí a una invitación que recibí hace días de un tipo que no se parece a mí en nada, un fallo del sistema que ocurrió durante una tormenta eléctrica, un cortocircuito de la interfaz. Víctor me está esperando en el mismo lugar del sueño. «Hoy vamos a deshacer el puzzle, a descuadrar la historia, a redibujar la estructura desde diferentes prismas espacio-temporales y estético-morales. A ver que sale», digo. «Te veo muy despierta», contesta. 

 

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