14/05/2025
 Actualizado a 14/05/2025
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La semana pasada, un par de amigos tuvieron la valentía de embarcarse en una de las aventuras de mayor complejidad en lo que va de año: la Odisea de Bad Bunny. Unos con mejor suerte que otros, no pararon de hablarme de la epicidad de sus conciertos y de lo afortunados que son aquellos que lograron milagrosamente una entrada, como si hubieran acertado el pleno al 15 de la Quiniela con un gol en el minuto 95.

Como a mí ni me va ni me viene, cogí asiento, unas palomitas y me puse a ver los toros desde la barrera. No salía de mi cabeza esa escena de Los Simpsons con todas las enfermedades del Sr. Burns intentando pasar por una puerta al mismo tiempo. Esas decenas de miles de galgos esperando a que les subieran la barrera para despedazar a la liebre estaban dispuestas a pagar incluso 543 euros por una ‘VIP lounge experience’ con otros 73 de regalito adicional por la estafa moderna, los gastos de gestión. Toma ya. Si el robo de la joyería Harry Winston de 2008 se diera en nuestros días no sería más que una anécdota al lado de los atracos a mano armada que nos pegan con la música.

Lo que seguro que no faltará en los conciertos del artista en España es esa horda de influencers que tanto repelús me da. La ostentación y la exhibición de estatus social de las gradas de la Centre Court de Wimbledon, a base de trajes inmaculados, puros y un silencio pulcro durante los puntos, ha mutado en outfits diseñados por daltónicos, chillidos exagerados y cámaras internas de los móviles en continuo funcionamiento para documentar las reacciones forzadas ante el espectáculo que hay delante. El culto al postureo por encima de la experiencia. 

Cuando un cantante está sobre la tarima y mira al frente, lo primero que ve es un front stage (en cristiano: parte delantera de la pista reservada a precios más altos) repleto de artificialidad, poses ridículas y sujetos seleccionando el mejor filtro para cada vídeo. Y ya al fondo, los que se saben las canciones y las disfrutan. Cada vez es más lamentable esta tendencia en la que los influencers aparecen por todas partes con el simple afán de mostrar que estuvieron ahí. No van a vivir el momento sino a documentarlo, adornarlo y servirlo en bandeja a sus seguidores como parte de su marca personal. Esto ya no es solo una moda superficial; es una distorsión preocupante de lo que significa participar en algo real.

Mientras los seguidores de Bad Bunny protagonizaban una batalla de UFC para colarse primero por la puerta del Sr. Burns, yo tenía otro ojo pendiente en esos debates entre expertos vaticanistas que no tenían claro si León XIV será un papa continuista o estará chapado a la antigua. Yo, como la mayoría de ellos, no tengo ni puta idea, así que me limitaré a pedirle que jamás habilite un front stage en la Plaza de San Pedro.

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