Recuerdo hace muchos, muchos, años, (más de treinta), cuando en mi empresa se dejó escrito y plasmado negro sobre blanco el perfil mínimo para acceder al cargo de director-gerente. Pues bien, en el mismo, dado que teníamos relaciones comerciales con países extranjeros, figuraba como condición «sine qua non» conocer el idioma inglés hablado y escrito y al menos con la calificación de B-2.
Dejo una pregunta en el aire. ¿Si en una empresa privada se pide este requisito deberíamos «exigírselo» a los políticos que participen en foros internacionales?
Sé que hacerlo así podría contravenir algunos principios democráticos, pero en un mundo globalizado con reuniones que hoy se pueden convocar en horas vía telemática o presencial por eficacia no es muy aconsejable que asistan personas con un traductor «debajo del brazo» y hablar tan solo en su propio idioma.
Aunque sería más grave que ocurriera en conversaciones privadas, sí, ya que en las distancias cortas estás más expuesto al no hablar una lengua común y poder ganarte la confianza de tu interlocutor algo que suele ocurrir en comidas, incluidas sobremesas, regadas con bebidas espirituosas o bien con agua pura y cristalina.
Lo mismo debería suceder con el idioma español, con la lengua de Cervantes, ya que uno escucha a representantes de la «cosa pública» y se asombra, además de periodistas que nombran lo que no existe: CastillaLeón. A más a más, que dirían los catalanes, un presidente autonómico dijo: «Las ocho y media de la tarde llegan después de las siete, eso es un hecho fáctico». Expresión risible y redundante o tal vez quiso decir de facto o irrefutable o quién sabe qué, pero lo que dijo es una solemne boutade.
Nos quedamos con Blas de Otero: «Si he sufrido la sed, el hambre, todo/lo que era mío y resultó ser nada, /si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra». Salud.