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Imágenes que quedan titilando en la memoria

24/11/2025
 Actualizado a 24/11/2025
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Me decía el otro día Julio Llamazares, de cuyo último libro hablamos aquí (‘El viaje de mi padre’, Alfaguara), que la gente no suele decir mucho de las tragedias, aunque aniden en su corazón. Y en su cerebro. Cuentan que tendemos a olvidar la malo y a recordar lo bueno, pero no creo que la cosa sea tan sencilla. Esa memoria selectiva ofrece también un lugar a lo trágico, aunque, a menudo, preferimos no verbalizarlo. El silencio es una forma de cubrir el recuerdo, o, al menos, de no molestar a los que tenemos al lado. Con todo, no creo que el olvido nos cure: lo que nos cura es la memoria. 

Cuando Julio le pedía detalles de la Guerra Civil al amigo de su padre, Saturnino, como ya conté aquí y cuenta él en su libro, éste le daba largas, o le decía que dejara la guerra en paz (valga el oxímoron, o lo que sea). No comprendía el interés del escritor en profundizar en los crudos recuerdos de la tragedia, aunque fuera para rescatar la memoria del padre (que también se sumió en el silencio, como el mío, y como tantos otros, sobre la contienda). Como ya conté en varios sitios (ay, las batallitas), hace años tuve que ir al sur de Irlanda, cerca de Cork, a hacer una pequeña investigación sobre la Gran Hambruna. Ya saben, esa que asoló Irlanda en torno a 1845, y cuyos efectos se notaron durante décadas y aún permanecen en el imaginario popular, y, por supuesto, en la literatura. Fui a Skibereen, un pequeño pueblo que, al parecer, fue el más azotado por la hambruna. Allí hay un museo que explica lo que ocurrió, que recuerda el horror, y que contiene muchos documentos, objetos e ilustraciones de la época. De la Gran Hambruna se ha escrito mucho, desde luego, es un tema central de la memoria de Irlanda, pero los descendientes de los que la sufrieron no hablan demasiado de ella. En el museo me dijeron: «siempre hubo cierto silencio. Y, sobre todo, silencio con el gran sufrimiento de las mujeres».

Pues lo mismo sucedió con la Guerra Civil española, al menos eso fue lo que sucedió en nuestras familias. No se habló por miedo, en la posguerra, y luego no se habló para no dañar a los hijos, o para pasar página de una vez. Y, sin embargo, un pueblo no puede existir de verdad sin memoria. Un pueblo es, en gran medida, su memoria. Recuerdo que en Skibereen hay una gran fosa común en el cementerio, donde se enterraron a muchos de los que murieron por inanición, o por enfermedad, o por efecto de la pobreza. Pocas cosas hablan más alto sobre la crueldad y el dolor que las fosas comunes, ya sean por una hambruna o por una guerra. El silencio no es sanador, pero puede servir para protegerse. Es una resistencia contra el miedo, no sólo el miedo a los otros, sino a uno mismo. El miedo a regresar a aquel instante. Porque casi todo se reduce a la imagen de un instante.

«Permanecen en la memoria palabras, o algunos gestos», me decía Julio Llamazares, «pero casi siempre se trata de imágenes». A veces, apenas unos segundos del pasado, que se quedan titilando ahí, en algún rincón de la memoria, como una llama que no quiere apagarse. Por eso una guerra (o una hambruna) no es algo exclusivamente colectivo, como tiende a considerarse, sino, finalmente, el resultado de actos individuales y únicos, porque así es la muerte, única e intransferible. Y también la vida. La guerra es la última mirada al padre o al hermano que se llevaban. La última luz de sus ojos. Todo se resume en una imagen, en una mirada. La tragedia es colectiva, sí, es la tragedia de un pueblo: pero, antes, eso es algo individual.  

Como cuenta Julio Llamazares (y yo se lo escuché a mi padre) el mayor recuerdo de Teruel era el frío. Concretamente el frío de Calamocha. El clima extremo acrecentó la crueldad de aquellas batallas y las convirtió en el Stalingrado español. Por eso narraba yo la pasada semana, esa imagen que mi padre repetía: la de los caballos resbalando en la nieve y cayendo, durante la carga de Alfambra, la última carga de caballería en una guerra. Esa imagen resumía en la memoria de mi padre toda la Guerra Civil con una fuerza brutal. Resumía el paisaje, resumía el clima y la gran violencia. 

«Son, sobre todo, instantes, imágenes», me repetía Julio. Creo que lo mismo queda en nuestro cerebro de los malos y de los buenos momentos. Apenas esa pequeña llama que no se extingue. Sólo con la muerte. Pensé en eso al ver la serie basada en ‘Anatomía de un instante’, la estupenda obra de Javier Cercas, que ahora pasa, parece que con mucho éxito, por Movistar. Recuerdo haber hablado también con Cercas de esto, de la importancia de la Historia en la vida doméstica de la gente. Es decir, la Historia no sucede sólo en los libros, o en la pantalla del cine. Sucede en nosotros. Y nos cambia. Nos modifica. El 23 de febrero de 1981 este país corrió el gran peligro de volver a la dictadura, de la que salía con esfuerzo.

Veo todo esto cuando se cumplen 50 años de la muerte en la cama del dictador, de la que me acuerdo bien, aunque sólo viví poco más de una docena de años en el franquismo. Nos mandaron a casa una semana o así de vacaciones. No sé si intuimos la importancia del instante: aquella tenebrosa y lacrimógena aparición de Arias Navarro en la pantalla anunciado la muerte (en mi casa no hubo televisión hasta algunos años después después). Y las fotos de Franco, entre el aparataje médico, que vimos publicadas en algún momento. Todo se refiere al instante. Aquel instante. Como el momento del golpe de estado, en 1981, y Tejero con su pistola. Y la resistencia de tres hombres, que se negaron a agacharse bajo sus escaños o a tirarse al suelo. La anatomía de ese instante es la anatomía de nuestra salvación. En efecto, todo aquello se resume en el relámpago de la imagen. 

La imagen mental de Teruel, la imagen de Arias Navarro, la imagen de aquellos tres hombres que no cedieron ante la barbarie del golpe de estado. A veces me pregunto si lo que falta a los jóvenes que no vivieron ninguna de esas escenas es una buena imagen. No una fotografía (hay millones), no un vídeo, sino una imagen que arda en su cerebro o en su corazón. Algo que no se extinga. Dicen que muchos jóvenes simpatizan con un sistema autoritario y no ven tan mal una dictadura, ni tampoco el franquismo. «No saben lo que dicen, no estaban allí», escucho a veces. ¿Es eso necesario? Yo tampoco estuve en Teruel. Quizás no les ha llegado la fuerza de esa imagen que titila, que no puede apagarse, esa llama que nos previene de los peligros de perder la memoria, de ignorar las lecciones de la Historia. ¿Hemos sabido enseñárselas? ¿Cuánto se enseña de esto a los jóvenes de hoy? ¿Estamos cuidando la enseñanza de la democracia en las escuelas?

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