A ver por dónde empiezo, ilustre, porque tenía pensado embestir contra el nuevo faro del socialismo autonómico y su crítica a los «localismos de campanario», que son lo único que impide que en terruños como el nuestro sólo se toque a muerto, pero no imaginaba que a la hora de juntar estas letras las campanas habrían doblado por ti, amigo Cachafeiro.
El primer jefe, como el primer amor, nunca se olvida. Son muchos los recuerdos que se amontonan y harán que esta columna se parezca al portal de tu casina de La Seca, esa que Isaac y Cayetana quieren mantener a toda costa. Allí pasamos alguna buena tarde que finalmente tornó en madrugada, porque tenías que pintar veinte cuadros que exponías un día después y te había pillado el toro, nunca mejor dicho, porque nadie es capaz de pintar muletas y capotes con los dedos como tú lo hacías. Me regalaste dos de tus obras, les pusiste carteles de ‘vendido’ y dijiste con tu sorna habitual que no era por el aprecio que me tenías, sino porque así sería más fácil que los visitantes de la muestra picaran y acabaran comprando.
Aquella tarde me enseñaste que esa casina está llena de tesoros que quienes no tenemos tu capacidad de ver las cosas solemos calificar de cacharros. De tus paseos por el rastro o por el mercadillo de antigüedades volvías con viejos juguetes, piezas para tu belén napolitano o cualquier artilugio que para el resto de los mortales pasaría inadvertido o carecería de valor. Y lo mismo ocurría con tu forma de entender el oficio. Siempre me pareciste el teniente Colombo del periodismo. Tener el coche más tiempo dentro que fuera del taller no te impedía llegar a cualquier parte, veías temas donde los demás ni siquiera los soñábamos y siempre te quedaba una última pregunta, que era la más importante, pero parecía que se te olvidaba y eso hacía que el interrogado se equivocase y al final contase más de lo que quería.
Fue una de las grandes lecciones que me diste poco después de llegar a tus manos con la carrera aún sin terminar hace más de dos décadas. La segunda fue la de hacerse el encontradizo. «Si alguien no coge el teléfono, vas y te pones a dar vueltas alrededor de donde trabaje mirando hacia arriba, como si tuvieras la cabeza en otro sitio. En algún momento coincidirás con esa persona y podrás preguntarle lo que quieras», me dijiste un día tras ver que estrellaba el móvil contra la mesa. Y la tercera fue la de relativizar los errores que se detectan al leer el periódico un día después de hacerlo. «No te preocupes, ilustre, que eso ya es hemeroteca», razonaste esbozando una sonrisa.
Eran otros tiempos en una profesión cada vez más alejada de la de entonces, pero tú siempre te resististe al cambio, a entrar o salir tan pronto de la redacción, a recibir las noticias por correo electrónico y no en la barra de un bar, a no perder media tarde haciéndome dibujos en los maqueteros para que entendiese por qué los toreros no deben abusar del pico de la muleta en sus faenas...
Así viviste el periodismo y así viviste la vida, amigo. Siempre con un halo de optimismo por mal dadas que viniesen. «¿Qué es de tu vida, ilustre?», me preguntabas por guasap si pasaba demasiado tiempo sin que hablásemos. Me va a costar mucho acostumbrarme a no recibir nunca más ese mensaje, porque el ilustre, en realidad, eras tú.