La historia de Alba no empieza con un puñetazo.
Empieza con una carcajada.
Una de esas que suenan fuerte y libre, que llenan una plaza o un pasillo sin pedir permiso.
A él le encantaba, decía, al principio. Le parecía “auténtica”.
“Qué risa tienes, joder, contagias el mundo entero.”
Luego empezó a decirle que bajara un poco la voz en público. Que no hacía falta reírse tanto, que parecía una niña.
Que no era para tanto.
La historia de Alba siguió con un vestido.
Uno azul, con flores grandes, de esos que le gustaban para el verano.
A él no le gustó.
No se lo prohibió, claro. Solo dijo que no sabía que saldría así vestida.
Y la miró de arriba abajo, como si hubiera hecho algo sucio.
Después fue el móvil.
No lo cogía a la primera y él se enfadaba.
“Me preocupo por ti”, le decía.
“Te quiero, por eso me da rabia que no contestes.”
Y ella pensó que sí, que sería por amor.
Que no era para tanto.
La historia de Alba no parecía una historia de violencia.
Él nunca gritaba delante de nadie.
Pagaba cenas, llevaba flores de vez en cuando.
Era encantador con su familia.
Todo el mundo decía que qué suerte tenía, que ojalá a ellas les hubieran querido así.
Pero Alba empezó a callarse cosas.
A evitar conflictos.
A revisar cómo hablaba, con quién quedaba, cuánto rato tardaba en volver a casa.
Y, sin darse cuenta, dejó de reírse como al principio.
No es que no quisiera. Es que ya no le salía.
Lo del puñetazo vino después.
Mucho después.
Cuando por dentro ya no quedaba espacio sin herida.
A veces pienso que habría que enseñar a escuchar las historias desde el principio.
Desde donde se rompen sin que parezca que se rompen.
Porque la violencia no empieza cuando salta a la vista.
Empieza cuando una empieza a dejar de ser.
Cuando duda de sí misma.
Cuando el miedo se le cuela por la rutina.
Si alguien le hubiera preguntado a Alba en ese momento, seguramente habría dicho que no, que todo estaba bien.
Que él la quería.
Que solo tenía carácter.
Que a veces se pasa, pero luego le pide perdón.
Y eso es lo más duro.
Que no siempre parece lo que es.
Que lo disfraza todo de amor, de cuidado, de “lo digo por tu bien”.
Por eso hay que contarlo.
No solo lo que se ve.
También lo que se intuye.
Lo que se repite.
Lo que hace que una deje de reírse como al principio.