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Héctor Abad Faciolince y los días trágicos de Ucrania

03/11/2025
 Actualizado a 03/11/2025
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Quiso la casualidad que mi segundo encuentro con el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince tuviera lugar en estos días en los que hacemos memoria de la muerte: de la muerte cercana y de toda esa otra muerte que se acumula sobre la faz de la tierra. Vaya por delante que Héctor es un escritor afable y risueño, alguien que celebra la vida y la esperanza por encima de todas las cosas. Pero, como ya hablamos en 2022, por razones diversas, la muerte se le ha cruzado en demasiadas ocasiones en su camino, le ha pasado de cerca, muy de cerca. “Es que siempre me suceden cosas”, me dice, con cierto tono de perplejidad.

Ahora, unos minutos antes de que Héctor Abad Faciolince pronuncie una charla en la sede de A Coruña de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, en la Fundación Luis Seoane, donde tantos eventos literarios he tenido la ocasión de contemplar en los últimos años, vuelvo a encontrarme con él a pocos metros del mar. Durante un buen rato hablamos de periodismo, porque él, antes de nada, es columnista y opinador, también fue periodista (“¡incluso fui al Tour de Francia!”, me dice), y veo que ya le han hablado de mí, porque de inmediato se refiere a lo que yo escribo, para mi sorpresa. Y me pregunta por mis clases de literatura inglesa, y cosas así.

Cuando hablo con Faciolince ya se adivina noviembre en el horizonte. Es un mes de oscuridades y nubarrones, un mes que viene, inevitablemente, envuelto en el duelo y la atmósfera de la muerte, desde el primer día. No, no es mi mes favorito. No siento por noviembre la devoción por la cosecha nueva que me produce el fin del verano, el embrujo de las uvas de oro que recuerdo de niño, cuando pasábamos horas entre las vides y descubríamos el milagro de la tierra. Aunque reconozco que en estos días hay algo que nos salva, en brazos de las brumas del otoño y a la espera de la promesa, quizás vana, de las nevadas, también parte de nuestra memoria infantil. Los magostos y el vino nuevo: esa es mi verdadera comunión con la tierra.

La muerte siempre es injusta y a menudo absurda. Pero, al fin, es inevitable. Abad Faciolince me habla con estupefacción de cómo la tragedia le ha rondado siempre, lo repite varias veces, como se lo ha repetido a sí mismo en otros momentos, sin hallar mucha explicación. “No creo en el destino, yo soy ateo, sólo creo en el azar”, me dice. “Pero a veces, a veces te preguntas por qué algo sucede o no sucede”. La tragedia se ha convertido en uno de sus motivos literarios, la muerte cercana. Le pasó con su padre, como es bien conocido. Su padre, Héctor Abad Gómez, fue activista político, catedrático universitario y doctor, asesinado en 1987 por paramilitares en Medellín. Sobre esa muerte versa su novela más conocida, ‘El olvido que seremos’, también llevada al cine. No fue la primera muerte en su entorno más cercano (antes había muerto de cáncer su hermana Marta Cecilia, lo que cambió por completo la vida de la familia).

“Hay razones o circunstancias por las que aparece la muerte”, dice Faciolince, “pero me pregunto siempre por qué tan cerca de mí. De alguna manera mi padre se hizo matar, entiéndeme, no es que él lo buscara, pero… Al contrario, él quería vivir. Me pregunto por qué a veces hacemos ciertas cosas, a pesar de que sabemos que, si las hacemos, correremos gran peligro”. Y ahí surge, inevitablemente, su viaje a Ucrania a mediados de 2023.  “Mi mujer, mi familia, tuvo sus reticencias, pero yo acabé viajando”.

Conocí a Héctor Abad Faciolince poco antes de que él viajara a Ucrania. Acababa de ser operado a corazón abierto, aunque creo que no me lo dijo, y su novela de aquel tiempo se titulaba, con todo el doble o triple sentido, ‘Salvo mi corazón, todo está bien’. Ya hablamos aquí de ella, si no recuerdo mal. Trataba de un cura cineasta y melómano, Luis Córdoba, poco o nada a la manera tradicional, que, empujado por la enfermedad del corazón grande y a la espera de una operación cardiaca muy compleja, se va a vivir con Teresa, que ha roto su relación, y con sus hijos, sólo para tener un alberge y sentirse cuidado en tan extremas circunstancias. No sólo un análisis del celibato, de la paternidad y de la familia late en esta novela. Si la leen (deberían), o si ya la han leído, comprobarán que es también una novela próxima a la muerte, que nos muestra que poco podemos hacer frente al azar. Pero no es este texto el que me ha traído esta vez hasta aquí.

En la conversación, toda una sobremesa, Abad Faciolince me dice que a él le hubiera gustado ser una especie de monje laico, o ateo, y que su apellido, además, viene muy a cuento, pero la vida le ha llevado por otros vericuetos. Poco después de aquella primera charla con él, que tanto me impresionó, el escritor colombiano se fue a Ucrania, a través de una asociación latinoamericana que apoya al país invadido, y con el pretexto de presentar una traducción de ‘El olvido que seremos’ a la lengua de Ucrania, en Kiev. Todo eso se cuenta con gran emoción y gran detalle en su último libro, ‘Ahora y en la hora’ (Alfaguara), del que ya habrán oído hablar. El libro es también un homenaje al periodismo, especialmente en la figura de la reportera de guerra Catalina Gómez. “Yo siempre digo que no tengo fantasía”, me asegura Faciolince con una sonrisa. “Quizás por eso utilizo tanto la realidad, lo que me pasa. Y como me pasan estas cosas terribles…”

Como lo que sucedió es conocido, y el propio Faciolince le dedicó algunos artículos de prensa en su día, no hay suspense con el que jugar aquí, sino una detallada narración, pegada a los sentimientos y a las acciones. Todo es íntimo y personal en ‘Ahora y en la hora’, todo es doméstico, pero, al tiempo, todo es global, porque atañe a toda la humanidad. Porque es el resultado de adentrarse en las fauces de la guerra.

En ‘Ahora y en la hora’, asistimos a un viaje a una Ucrania que aún es capaz de mantener actos culturales y obras de teatro, esa vida en Kiev, la ciudad a la que llegan en los trenes nocturnos desde Polonia, donde una cierta normalidad disimula en cierto modo los males de la guerra. Pero aquella noche, el alto comisionado por la paz en Colombia, Sergio Jaramillo, y otros acompañantes, deciden viajar al Donbás para comprobar el tamaño de la tragedia. Faciolince, en principio, se niega: “quiero volver a casa, no soy un héroe”, dice que les dijo. Pero, empujado por una pulsión extraña, terminó haciendo el viaje. El resto, ya lo saben. Un misil ruso cayó sobre la pizzería de Kramatorsk en la que cenaban. Más de sesenta heridos. Trece personas murieron. Entre ellas, la joven escritora Victoria Amélina. “Un minuto antes me cambié de posición en la mesa con ella, sólo para poder oír mejor, porque tengo cierta sordera. Al volver a España, estuve enfermo mucho tiempo. Envuelto en una gran oscuridad”.   

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