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Harvard, una batalla por la libertad

26/05/2025
 Actualizado a 26/05/2025
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Escuchado en televisión (donde, a veces, se dicen cosas interesantes): los fascistas suelen hacer cosas de fascistas. Hay motivos para pensar así, porque el autoritarismo y la exclusión ofrecen varios episodios cada día. Y no piensen que hay tantas respuestas. Europa, por ejemplo, a la que he defendido aquí en muchas ocasiones, como europeísta que soy, está ofreciendo una pobre impresión ante las injusticias del mundo. Por cálculo, por prudencia, o por miedo. El miedo es una poderosa herramienta fascista. Von der Leyen está actuando pobremente. No parece a la altura de la Europa que preside. Una lástima. Lo ha dicho Borrell, de alguna manera. Pero no es necesario que lo diga alguien de otra familia política, sino que basta con analizar los acontecimientos. Y las palabras. O, más bien, los silencios.

Decepcionados con Europa, sí. Que tiene tiempo de rectificar. Al menos parece ofrecer alguna resistencia a Trump, el hombre del gran caos mundial. Comprendo que no es fácil responder a un individuo que dice una cosa diferente cada día, que hace de la estrategia de la confusión su arma más poderosa. Lo que no era un arancel ayer es hoy, si cabe, una tarifa de un cincuenta por ciento. Ahí está el magnate: jugando con el mundo, transmitiendo su propio caos. Y destruyendo la sociedad norteamericana. En realidad, es Estados Unidos quien más puede sufrir en todo esto. El daño que Trump inflige a su país es, a todas luces, importante. No por haber sido muy votado, él, u otros líderes de parecidas características, sean nacionales o regionales, tienen la verdad absoluta. Un país no es su presidente. Estados Unidos no es Donald Trump. 

Cabe esperar, en efecto, que los fascistas hagan cosas de fascistas. Como le he escuchado más de una vez a Emilio Lledó, alguien que tiene mucho que decir, «la ignorancia es la gran enfermedad de nuestro tiempo». Sorprende que, en un mundo donde la educación ha sido gratuita para muchos (debería ser gratuita para todos), la semilla de la discordia, a base de desinformar, de tergiversar, de manipular, haya germinado de esta manera. ¿Enseñamos a nuestros jóvenes a discernir lo que es cierto de lo que sólo es propaganda? ¿No se ha explicado a los jóvenes lo que supuso la gran tragedia de las guerras mundiales en el siglo XX, o de nuestra guerra civil?

La educación, más allá de los hechos, ha de implicar un conocimiento de la historia, más que nada para no repetirla. Me asombro de esos reportajes que explican el aumento de posiciones favorables al autoritarismo entre los jóvenes. No me lo puedo creer, sinceramente. Ni siquiera por el desánimo y desafección política, que tanto ha engordado las filas de la intolerancia. Sólo se puede negar la democracia si no se conoce. O si no se ha explicado bien en qué consiste. O si la ignorancia ha ganado la batalla, porque un joven, si no tiene la información adecuada, no logre adivinar qué puede ser una dictadura. Sin embargo, sí parece que hay un desprecio creciente de las ideas de la democracia liberal, tal y como la conocemos: ¿por qué? ¿Por qué debería triunfar la charlatanería a menudo indocumentada de alguien como Trump? ¿Por qué las ideas maniqueas, que abrazan la simpleza y la indigencia intelectual, deberían prender más entre los jóvenes? Resulta incomprensible. Pero algo estamos haciendo mal, eso es seguro. Seguro. 

Tenemos la sensación de que el mundo orwelliano se va abriendo camino. Leamos a Orwell de nuevo. Que lo lean los jóvenes. Pasan cosas más atroces y más increíbles, y a mayor velocidad, de lo que cabría imaginar. El deterioro es muy grande. Algo hay que hacer. Algo coherente con la razón y el prestigio de la cultura y la educación. No se explica que esté una parte del mundo en estas manos. Porque hablamos de líderes que han llegado ahí, en muchos casos, a través de las urnas, gracias a votaciones en las que han recibido un apoyo notable. Ni siquiera se entiende como venganza contra el sistema. Porque nadie, salvo por ignorancia, debería votar a alguien que pueda dañarle. Ni siquiera por hacer tambalear el sistema, al que tal vez considera responsable de sus males. ¿Por qué apostar por un mal mayor? 

Orwell se abre camino, en efecto. Todas estas décadas de educación libre (y, en gran medida, gratuita), toda esta defensa de la democracia y de la libertad, parece que no ha tenido los efectos deseados. De pronto, una parte del mundo, incluso en países cuyas democracias han sido elogiadas, se pone del lado del autoritarismo, del gusto por los comportamientos tiránicos, a favor de la ignorancia y contra cualquier manifestación intelectual. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede infiltrarse en las sociedades contemporáneas este nuevo germen de la exclusión, esa derrota del sentido común, esa manipulación interesada, hasta el punto de que muchos líderes tenidos por morales y respetuosos no respondan ante las ignominias, ante las humillaciones, o lo hagan con la boca pequeña, amparándose en la necesidad de mantener no se sabe bien qué extraños equilibrios, por no hablar del silencio o de la indiferencia ante acciones atroces, ante la siembra indiscriminada del dolor y la muerte, ante la derrota de los pobres? 

Pienso en todo esto mientras en los informativos ocupa su lugar la última acción surrealista del trumpismo. La penúltima, cabría decir más bien. Se trata de esa feroz batalla contra la Universidad de Harvard, símbolo de excelencia académica, razón por la que tal vez ha sido escogida como chivo expiatorio por Trump. Más allá de las amenazas de naturaleza económica contra la afamada institución, ahora se ha suspendido (aunque una jueza lo ha revocado de momento) su programa de estudiantes extranjeros, a quienes se invita a buscar otro lugar para estudiar, o a volverse a su casa.

Convertir un país abierto (y una educación superior que ha dado grandes nombres a ese país) en algo cerrado y sometido al escrutinio político (e ideológico, a lo que se ve) sólo es algo que puede anidar en una mente incapacitada para dirigir no ya una nación, sino una comunidad de vecinos. No comprendo, sinceramente, cómo la sociedad norteamericana puede permitir esto. Y no se trata de defender a un centro elitista, ni mucho menos. Pero, si se renuncia a estas batallas, todo estará perdido. No comparto ideas como la censura de libros, o la eliminación de ciertos textos de un programa universitario, o la reescritura de los cuentos tradicionales. No lo comparto en ningún sentido, ni en ninguna orientación ideológica. Pero lo que no es tolerable es que un dirigente intervenga contra la libertad de la educación, contra la apertura, y que se permita dañar así el prestigio universitario de su propio país. Creo que estamos llegando demasiado lejos.

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