Hablemos de sexo

Tuvo que ser la Iglesia la que, cuarenta y un años después, me explicara con detalle qué sucede en nuestros cuerpos cuando practicamos sexo. Con gráficos explícitos proyectados entre un crucificado y una virgen María, un domingo temprano en el sótano de una parroquia entre medio centenar de parejas que ultiman su boda. Las reacciones físicas y químicas que producen el placer. La necesidad de comunicación entre amantes para un buen coito o cómo el sexo resulta esencial en un matrimonio duradero. Ese fue el temario. Antes, al final de la EGB, intentaron un par de bienintencionados de Cruz Roja aquella educación sexual que era aprender a poner un condón a un talludo pene de madera. Tan talludo que los inseguros adolescentes más que identificarnos con él nos acomplejaba. Aquellas ‘fake news’ primitivas, cuando todavía no existían las redes sociales, condicionaban las expectativas de ellas y el autoestima de ellos. Puede que de ahí venga no estar a la altura.

Tuvo que ser un matrimonio católico con cinco hijos el que hablara sin tapujos a adultos sonrojados como chavales. Algunos tan jóvenes que habrán recibido la visita en sus aulas del progresismo deslenguado que pide «pintarte el toto» o incómodas gincanas eróticas que presentan el sexo como mera rebeldía. Lo digo porque se ruborizaban igual que nosotros. Esta es la revolución callada que necesita la Iglesia para reconquistar la calle y no la perturbadora visión del cura que cuenta que Dios se mete en la cama con las parejas y el altar son las sábanas. De esos también quedan.

Vale un domingo cualquiera para destrozar con dignidad los prejuicios en la sociedad de las apariencias. Es una revolución de causas pequeñas en un curso impuesto al que acudimos a regañadientes practicantes y descreídos. Esperábamos ser criticados por ‘arrejuntados’ y salimos con deberes para acompasar orgasmos. Quizá se lo agradezcamos siempre. La fe es una lluvia fina. Antes de la charla rezamos un Ave María.