El cardenal encargado de anunciar, tras la fumata blanca, la elección de un nuevo pontífice lo hace con una frase, en latín, que, traducida, significa: «Os anuncio una gran alegría». En realidad son muchas las razones por las que debemos alegrarnos. En primer lugar porque ya tenemos Papa y porque se ha elegido rápidamente. Algún medio, nada más verse la primera fumata negra, ya hablaba del enfrentamiento y la división de la Iglesia. Ciertamente, hay varias sensibilidades, pero en lo fundamental hay unidad.
Nos alegramos de que no hayan acertado las quinielas. Eso quiere decir que el Espíritu Santo no se deja manipular. Y, curiosamente, lo poco que algunos dijeron del que finalmente resultaría elegido es que ni en broma iba a salir, al tiempo que lo acusaban de algo que no había cometido.
Damos gracias a Dios de que León XIV sea estadounidense para que Donald Trump, que recientemente se había revestido virtualmente de pontífice, se dé cuenta de que él ya no es el americano más importante del mundo. Nos alegramos de que, incluso los más detractores de la Iglesia, reconocen que ésta institución bimilenaria está más viva que nunca y solamente ella puede ejercer un liderazgo tan importante.
Nos alegramos de que su elección sea un ejemplo de democracia, porque en el colegio cardenalicio están representados todos los pueblos de la tierra y que, aunque sea una votación a puerta cerrada, con llave (cónclave), es la más limpia y observada del planeta tierra con resultados siempre beneficiosos para la Iglesia y para la humanidad.
Nos alegramos de que el nuevo Papa sea un misionero, que ha entregado su vida a los más pobres y que, además, sea también latinoamericano, nacionalizado en el Perú.
Nos alegramos de que haya querido seguir la huella del gran León XIII, el Papa que sacó a la Iglesia del ostracismo para tener carta de ciudadanía en los nuevos tiempos que se avecinaban, especialmente con la Doctrina Social de la Iglesia, cuya aplicación ha dado enormes y excelentes frutos. Confiamos que en éste cambio de época el Papa Prevost Martínez no nos va a defraudar. Y, cómo no, nos alegramos de su segundo apellido, tan español.
Finalmente es una buena noticia saber que no va a dilapidar la gran herencia de su predecesor Francisco, tan injustamente criticado e incomprendido. No olvidemos que fue Francisco quien le preparó el camino, nombrándolo obispo y cardenal y llevándolo a Roma para que ocupara un importantísimo puesto, como presidente del Dicasterio de los Obispos. ¡Aleluya!