Antes de comenzar a subir por la ladera una mira hacia arriba, valorando las posibilidades del camino, calculando el esfuerzo. A este punto, el compromiso adquirido con la montaña no tiene vuelta atrás; solo queda comprobar que la botella de agua vaya medio llena.
Y pensar que si el corazón se aprieta en el pecho y los pulmones arden ante tanta exigencia, siempre se puede parar ¡un momento! y, dando la espalda a la empinada cumbre, mirar atrás (sano ejercicio para aquellos a los que el valor les asiste) al valle precioso que se derrama hasta el infinito y más allá.
Al lado, una voz amiga señala con el dedo el sendero a seguir, que a tramos serpentea entre la espesura y en cierto punto se pierde totalmente porque, a continuación, rodeamos el picacho, y hasta que lleguemos allí, lo que hay detrás tiene como única posibilidad el paraje imaginario que habita en nuestro interior.
Aunque la imaginación a estas alturas de la vida tiene un espacio exiguo dónde practicar sus cabriolas. La realidad nos ha demostrado durante tantos años que lo suyo, sin duda, lo supera todo. Y porque blandirla aquí da miedo, no vaya a traer el viento, arrancado de algún recoveco de la roca caliza, ecos de una sinrazón espantosa que se perpetró sin tregua, desafiando la gravedad, pues vino del valle y se subió a la montaña haciéndola sangrar a cada paso que daba con sus pies de largos y huesudos dedos, de afiladas uñas… hecha, toda ella, una alimaña.
Estamos en la parte nordeste de nuestra provincia, en la vertiente sur, encaminadas hacia un paraje cuyo nombre es ‘Conjunto arquitectónico de Peña Morquera’. Una parte del Frente Norte. Allí se mató y murió. En un escenario, no sé si imponente o indolente en su dureza, en su belleza, en su clara y contundente realidad.
Ya arriba, embebidas entre los vestigios que dejaron aquellos a los que el destino les empujó a defenderse con uñas y dientes porque la opción de hincar la rodilla no estaba en su naturalidad, parece que se nos han quitado las ganas de seguir de charleta, de reír, de disfrutar del precioso día que nos acompaña.
Mirando a nuestro alrededor, casi podemos oír cómo suena aquí un tiro entre estas paredes que tienen como único punto de fuga el valle y, para el otro lado, algo más allá, el mar Cantábrico.
El golpe serio que hace un cuerpo al caer a plomo sobre la tierra.
Muretes de rocas tras los que ocultarse, trincheras estratégicamente trazadas, búnker-galería, nidos de ametralladoras que, así vistos, en este paisaje bien podrían hacer de puertas del tiempo. Podrían ser. Pero una ya sabe que el tiempo no tiene caminos de ida y vuelta. Porque todo lo que ocurre una vez es para siempre, con perdón o sin él.
Hay allí una placa que narra hechos objetivos y que se va leyendo a duras penas porque las palabras no matan como las balas, pero casi. Para leerla hay que ponerse de espaldas al valle, de cara a la roca; nada distrae al lector de su contenido. Será por eso que silban como si en el corto trayecto que hay desde la placa a nuestra mente alcanzaran la velocidad de un proyectil. Reza así: «Tras el golpe de estado del 17 de julio dado por una parte del Ejército Español contra la Segunda República, se produce una distribución de territorios republicanos y rebeldes. La mayor parte de la provincia de León fue ocupada por los sublevados durante la fase de pronunciamiento…».
Alguien ha intentado borrar a punta de navaja ‘Ejército Español’ y ‘sublevados’. Toco con la yema de los dedos las muescas que el acto vandálico ha hecho sobre estas palabras que de alguna manera a alguien han molestado hasta el punto de querer hacerlas desaparecer. Me lo repito una y otra vez: «El tiempo no tiene caminos de ida y vuelta. Porque todo lo que ocurre una vez es para siempre, con perdón o sin él».