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Gladiadoras, la lucha de las mujeres

19/06/2023
 Actualizado a 19/06/2023
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Bromeo a través del teléfono con Juan Tranche: «se ha muerto el último emperador de Roma». Hablamos de Silvio Berlusconi. Coincidimos, entre risas, en esa apreciación. Berlusconi tenía algo, o mucho, de no pocos emperadores: basta con ver su poliédrica y sorprendente biografía. Berlusconi y su tendencia a exagerar bastantes cosas de la vida, Berlusconi y el ansia interminable de poder, Berlusconi y el lujo, Berlusconi y sus infinitos laberintos, Berlusconi y sus muchos lados oscuros o inexplicados, Berlusconi y los rivales políticos, Berlusconi y la pasión en todas sus formas, Berlusconi y el enamoramiento y la atracción sexual, Berlusconi y la diversión, Berlusconi y la feroz batalla de los liderazgos… Sí, el último emperador de Roma ha muerto, bien puede decirse así.

Tranche se reconoce en esa comparación, pero su pasión por Roma no viene de Berlusconi, desde luego. Viene de muy atrás. Acaba de publicar ‘Gladiadoras’ (Planeta), después de dedicar un libro anterior (‘Spiculus’) a otros gladiadores (masculinos, en este caso) del tiempo de Nerón. Son muchos los escritores que reconstruyen el mundo romano, y en particular la vida cotidiana de Roma, a través de la novela histórica (ahí está, por ejemplo, el inabarcable y celebrado Posteguillo), pero no hay tantos especialistas en el mundo de la gladiatura (aunque ahí habría que incluir, claro está, a nuestro Fernando Barriales).

Juan Tranche (Madrid, 1979) se interesó de inmediato por la presencia documentada de mujeres en las luchas de gladiadores. La Universidad de Granada, a través del estudio ‘Munera Gladiatorum’, encabezado por Pastor y Mañas, ha profundizado también en este aspecto en los últimos años. Tranche vierte todo este conocimiento en la construcción de una novela que, como él dice, intenta conectarnos con las calles de Roma, con las malas calles, en realidad, con la noche y sus numerosos peligros, más allá de esa atmósfera de gloria, pulcritud y grandes monumentos que suele envolvernos cuando pensamos en los años dorados de la Roma de la antigüedad.

Fue ‘Julio César, el hombre que pudo reinar’, el libro de Juan Eslava Galán, publicado en 1995, el que convirtió a Juan Tranche es un apasionado del mundo romano. «Quizás haya contribuido que mi familia tiene una casa no lejos de Mérida», me dice entre bromas y veras, «aunque no estoy tan seguro». Lo cierto es que, a pesar de la tradición literaria muy floreciente que existe sobre la época, una de las mejor documentadas, tanto a través de la arqueología como de las fuentes escritas o numismáticas (sin olvidar los monumentos o las obras públicas que aún podemos observar prácticamente como eran entonces), Juan Tranche decidió dirigir su interés hacia el mundo concreto y no tan bien conocido, al menos hasta ahora, de la gladiatura.

Su nueva novela convierte a las mujeres en protagonistas, y, a través de una recreación histórica brillante, Tranche trata de introducir al lector en las razones que llevaron a muchas de esas mujeres a luchar en el circo, a involucrarse en lo que se consideró tanto tiempo un mundo de hombres. Hoy sabemos que no era ni mucho menos un universo completamente masculino, y Tranche nos hace sentir la presencia femenina en la arena, en lugares como el ‘ludus magnus’ junto al Coliseo, el más grande de todos, donde se ejercitaban y recibían la atención de la gente, como podrían recibirla hoy los futbolistas más afamados (pero mostrados, en cambio, a puerta cerrada a los ‘editores’, promotores y patrocinadores financieros de los gladiadores…).

La profesora Mary Beard, una de las mayores especialistas de la época, concluye que eran escasas las posibilidades que la sociedad romana otorgaba a las mujeres, a menudo contempladas desde la perspectiva masculina, relegadas, como en la época de Augusto, a las últimas filas de los espectáculos públicos, entregadas a la crianza de hijos para el bien del imperio y sometidas a matrimonios forzados de conveniencia. Aunque Beard advierte que muchas mujeres de entonces llegaron lejos, adquirieron la posibilidad de heredar y de testar, algo que en occidente no sucedió hasta el siglo XIX de nuestra era. Pero, en general, las aspirantes a gladiadoras que se ejercitaban en el ludus (Flavia Lycia parece que tuvo a su cargo una familia completa gladiatora en Oriente, dice Tranche) no sólo participaban en estos espectáculos por necesidades económicas. El autor dibuja a Helena, Valeria y Domicia como aspirantes a algo más. Hay una lucha por acercarse al mundo masculino, por buscar la libertad en algunos casos, por no aceptar sin rechistar la voluntad de los hombres y, sobre todo, por librarse de esos matrimonios forzados que se veían obligadas a aceptar. A veces el objetivo de la lucha era más simple: pagar una deuda. Aunque, como hace el propio Tranche, conviene diferenciar entre la ‘fémina’ y la ‘mulier’, y, por supuesto, en el escalafón más bajo, la ‘infame’. Todo eso se dibuja con gran precisión en esta novela. Parece que hay constancia de que entre las gladiadoras hubo, como sucede con las protagonistas de libro, mujeres de la más diversa extracción social. No sólo aquellas del escalafón más bajo, sino incluso las que podrían haberlo evitado, a las que Roma nunca hubiera permitido luchar en la arena con los pechos desnudos.

El espectáculo de gladiadoras entendido como un entretenimiento de connotaciones sexuales tampoco puede obviarse. Tranche introduce en plena época de Adriano, 124 d. C., una poderosa referencia al relieve marmóreo de Halicarnaso, que se guarda en el Museo Británico. Esa gran batalla entre Achillia y Amazón fue emblemática en la épica y mereció, por tanto, ese relieve conmemorativo (así solía hacerse). Parece que luchan con un pecho descubierto, y, lo hermoso es que aquí se está representando la obtención de la libertad (la que obtuvieron las participantes de tan histórico combate al recibir suficiente dinero para pagar su liberación). «Los romanos eran muy pragmáticos», me dice Tranche. «Así que aquellas costumbres etruscas, que se utilizaban sobre todo en funerales y a la luz de las antorchas, se convirtieron pronto en brutales espectáculos para las masas».

El libro cuenta algo más. Habla de Adriano, uno de los emperadores más considerados, y plantea que Helena, una esclava de Catilio Severo, hubo de hacerse gladiadora para recuperar el amor de Antínoo, efebo al que el emperador había convertido en su amante. Antínoo muere joven, presumiblemente ahogado en el Nilo, y su muerte prematura, y su belleza, hace que su figura se convierta en un culto popular y religioso extraordinario.
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