24/04/2021
 Actualizado a 24/04/2021
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Año tras año mi padre, después del día de Reyes, repetía la misma operación. Llamaba a Oviedo, concretamente a la clínica de los Fernández - Vega (cuando estaban en la calle Uría), y pedía cita para mi revisión ocular, siempre para el día 23, porque según les decía era fiesta en León. Y es que con apenas 3 años me operaron de estrabismo.

Por eso, yo soy de los que han llevado gafas prácticamente toda la vida, he colaborado al menos, con un par de llantas del Mercedes Pagoda rojo de mi querido óptico de cabecera.

El viaje a Oviedo en mi casa siempre se presentaba como una apasionante excursión. Íbamos en tren, un grandísimo atractivo teniendo en cuenta que salía cuando aún era de noche. Alguna vez fuimos en coche, pero aquello no era lo mismo y eso que mi padre siempre le daba emoción perdiéndose por las calles ovetenses.

Tras la visita a los Vega, el análisis pertinente y el acojone, que siempre estaba presente, venía lo verdaderamente bueno: El desayuno en una cafetería de la calle Uría. Nunca olvidaré la clase de aquella hostelería y el nivel del personal que degustaba allí, gente perfectamente vestida con traje de tres piezas, zapatos relucientes que repasaba el ‘limpia’, y todos con ese periódico llamado la Nueva España.

Los primeros años era visita obligada ir a ver a los patos y cisnes del parque San Francisco, y por supuesto, a echarles migas de pan.

Pero lo fuerte estaba por llegar, que no era otra cosa que ir a los almacenes Simago y a Galerías Preciados y sus relucientes escaleras mecánicas que a todos nos llamaban tanto la atención. Y allí, entre subir y bajar y ver nuevas gentes y sobre todo, nuevas ropas que rompían con la uniformidad que llevábamos en León (ya saben que en los 80 si los comerciantes compraban camisas de rayas, todos íbamos a rayas…) echábamos el día.

El pasado miércoles, el candidato de Podemos a la Comunidad de Madrid pidió la gratuidad para las gafas en los niños. Me imagino entonces que yo ya no tendría que ir a rematar de cabeza con miedo o tener que dejarlas envueltas en el pañuelo y meterlas en la mochila cuando se hacían los equipos, porque si ibas con ellas puestas nadie te cogía.

El verdadero drama no era que te dieran un balonazo y te dejaran la cara marcada, sino que se jodieran las gafas, porque costaban una pasta. Una medida necesaria pero que planteada justo antes de elecciones pierde credibilidad, porque efectivamente costaría una pasta que no hay.
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