Acabamos las expansiones procesionales y se despliega la pompa vaticana. No hay respiro. Abres la prensa o pones la tele y parece una mezcla entre ‘L’Osservatore romano’ y ‘Papones y mazmorras’.
No se puede evitar, la pompa seduce con su fotogenia y no hay nada más fotogénico que la obra de Bernini escoltada por uniformes de la guardia suiza. Nada más morboso que el féretro de un soberano a hombros por la vía pública vestiduras al viento. Nada más ‘trendintópico’ que un ceremonial multitudinario con regusto a acontecimiento histórico. Nada más intrigante que una quiniela sin conocer a los participantes. Nada más fascinante que tan supuestos misterios. Lástima que la Iglesia dejase de hablar en latín; ahora se entiende lo que dicen.
El gesto y la ceremonia. La iglesia católica (y las demás) llevan milenios amparándose en ambas prácticas para prosperar y, hoy día, para disimular su condición de organizaciones discriminatorias y reaccionarias. El papa Francisco bien lo sabía, de ahí sus numerosos y populares gestos, tan ponderados por el elogio fúnebre y el entusiasmo necrofílico. Gestos hacia la grada en favor de mujeres, homosexuales, limpieza de zonas oscuras –y delictivas– en la organización y ventilación de sus numerosos brazos y tentáculos, etc. Gestos y algo de formalidades pero poco de chicha: apenas unos movimientos en la sombra que se le suponen más que documentan y nada que echarse al coleto, hasta el punto de que tras la próxima elección de un papa ultra ‘comme il faut’ no costará deshacer el legado de Bergoglio de un capirotazo.
Y de fondo una autocracia. Autocracia, que lo de teocracia no está demostrado aunque lo intentase Tomás de Aquino. Una autocracia con elecciones de mentirijillas entre un puñado de señores cuya preminencia deviene de añejas pleitesías, repetición de ritos y la aceptación de una ranciedad de fábrica que, en su mayoría, poco ha cambiado desde Trento. Un pequeño país y una organización enorme cuyas normas discriminan a la mitad de las personas por su sexo, las mujeres, y a otra buena parte por su orientación sexual. O sea, delitos en países democráticos desarrollados por los cuales esa organización debería ponerse en tela de juicio en lugar de ponderarse tanto y tal país señalado como injusto, infractor de derechos humanos. Al nivel de tantos otros que se citan habitualmente en ese Tercer Mundo al que la Iglesia, de tal forma, no da mucho ejemplo.
Cuando la fumata –qué inventazo ese también, en la era de Internet una humareda como aviso– revele un nuevo nombre para la sede del poder católico recuerden, si tienen tiempo entre la hagiografía del nuevo y las profecías oraculares sobre el futuro de la institución, las raíces de ese poder, dónde y cómo se manifiesta y si merece esa atención y tamañas alabanzas. Amén.