24/05/2025
 Actualizado a 24/05/2025
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Una mañana Pedro se despierta con una ronquera imprevista que le acompaña durante todo el día. Pasa el tiempo –las semanas, los meses– hasta que la congestión sanitaria le hace un hueco para verse cara a cara con su médico. Después de una temporada sin respuestas, de prueba en prueba, su médico vuelve a citarle. Y se lo dice sin anestesia: «Pedro, tienes una ELABulbar». Entonces llega otro imprevisto revestido de pronóstico: «de tres a cinco años de vida». 

El de Pedro es un caso ficticio, no por ello menos real. El de Pedro, como el de las miles de personas que –se estima– padecen la enfermedad en este país, es una condena disfrazada de diagnóstico. Una condena cuya cárcel es su propio cuerpo. 

El de Pedro es un caso ficticio que podría ser el de cualquiera, pues de los motivos que actúan como detonantes apenas nada se sabe. No hay investigaciones exhaustivas, como no hay estudios epidemiológicos que conviertan la estimación de una cifra de enfermos en un dato concreto, estudiado y estudiable. 

Y, por esos estudios, por esas investigaciones, salen a la calle cada 21 de mes los pacientes de ELAen León. Con todo lo que ello supone para personas que hace tiempo que no pueden caminar, moverse o hablar. Se echan a las calles en compañía de familiares y amigos que son apoyo y, por desgracia, daño colateral de una inacción que se suma a una lista que ya es interminable. 

Siete meses y medio después de que todo el Congreso se levantara a aplaudir por la unanimidad, la ley por la que festejaban haciendo gala de la manida «transversalidad» sigue sin financiar esos estudios, esas investigaciones y un sinfín de cosas más. Mientras, esas miles de personas que podrían ser el médico que te ha cuidado siempre, el profesor que con cariño educó a tu hijo –o a ti–, el deportista que te hizo saltar del asiento para celebrar un gol o una canasta, el regente de ese bar que tanto te gusta y tanto te da de comer, siguen sin ver de cerca la luz que alumbra la posibilidad de tener una vida digna. Esas personas que tanto te alentaron siguen sin vislumbrar un asomo de aliento. 

Siete meses después del aplauso atronador a un unánime sí, el Congreso se convierte una vez más en una arena de circo. Y de un lado suenan reproches, mientras del otro no suena nada. Y de un lado se escurre el bulto mientras del otro se desprende una solemnidad impostada que se camufla en una sonrisa de superioridad. Y en ambos lados se echa mano de esas «personas vulnerables», de esos «derechos sociales» como si no fueran otra cosa que los trastos que quienes habitan los escaños podrán tirarse a la cabeza la próxima vez en un debate que no lo es. Tenéis tanto que echaros en cara que se os olvida hacer lo que habéis ido a hacer: debatir. 

Y, mientras, la situación del Pedro ficticio –no por ello menos real– sigue siendo la misma. Lo de siempre. Lo de nunca. Todo estático para los de fuera y maquiavélicamente turbulento dentro en una suerte de flujo laminar.

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