Si hace treinta y pico años, según las ideas de Paco Fukuyama, había llegado el fin de la historia, en breve, según las ideas de Miqui Sáenz, llegará el fin de la inocencia, por lo menos la mía. El traductor al español de la obra de Thomas Bernhard et al., uno de los académicos de la lengua más aprovechables y que más gozo ha deparado a innumerables lectores con su trabajo, afirmó el otro día en una entrevista que creía que la inteligencia artificial generativa iba a poder traducir y escribir a nivel humano ilustrado en unos años. Y ahí se acabó lo que se daba para mí.
Ciertamente, no es descabellado que un robot, uno concreto y no la madre de todos los robots, entrenado para eso vaya aprendiendo cómo escribir alta literatura. Que la máquina acabe desarrollando y consolidando rasgos de estilo propios que le permitan elaborar textos literarios de gran valor aun sin contar con una experiencia humana en el origen de su iniciativa, es solo cuestión de tiempo. Horrible expresión esa de la «cuestión de tiempo». Tic tac, tic tac.
Hoy veintiocho de diciembre de 2025, día de los Santos Inocentes por ser la conmemoración de la matanza que Herodes ordenó sobre los menores de dos años para cargarse a Jesús, experimentamos una decepción más, la descrita arriba. Hoy, día de los inocentes, oportuno para lanzar bombas fétidas a la pista de baile al modo en que lo hacía Jean Michel Basquiat en cualquier ocasión tras cruzar el Atlántico en Concorde para desbarrar en algun clubazo parisino, nos golpea otra vez la realidad de la deshumanización y el fin del mundo como lo conocemos.
Aunque digo yo que si tras el fin de la historia seguimos experimentando acidez y esperanzas (y volvimos a los conflictos ideológicos y territoriales), tras el fin de la inocencia puede que sigamos siendo los amos del relato y la gracia. Que el único fin que se avecina aquí es el de 2025. ¡Inocentes!