El otro día, en el bar de un pueblo, un vecino me preguntó con cierta desconfianza:
– Oye, ¿y tú no serás de esas feministas que odian a los hombres?
Os entiendo. Esa pregunta no nace de mala intención, sino de la confusión que todavía despierta la palabra feminismo. Así que os lo digo claro: no es contra vosotros. Al contrario, también es para que viváis con más libertad.
Porque, seamos sinceros, ¿no estáis hartos de tener que demostrar siempre que sois fuertes? ¿De aguantaros las lágrimas porque «un hombre no llora»? ¿De sentir que valéis más por lo que ganáis que por lo que sentís? Eso también os lo impone el patriarcado. Igual que a nosotras nos enseñó que callar era ser buenas, que amar era sacrificarse, que el éxito estaba en complacer.
El feminismo no busca una guerra ni convertirnos en iguales a la fuerza. La igualdad no es homogeneidad: no se trata de borrar nuestras diferencias, sino de que ninguna pese más que la otra. No se trata de quién puede más, sino de que nadie tenga que aguantarse por miedo, por costumbre o por culpa.
Cuando hablo de feminismo, hablo de cosas tan simples –y tan profundas– como que podáis pedir reducción de jornada para cuidar a vuestros hijos sin que nadie os mire raro. O de que nosotras podamos caminar tranquilas de noche sin pensar en qué calle está mejor iluminada.
No es mucho pedir, ¿verdad? Solo queremos vivir con menos miedo. Todos.
Así que, si alguna vez os dicen que el feminismo es cosa de unas pocas o que va contra vosotros, recordad esto: es también vuestra oportunidad para ser más libres. No es un club cerrado ni un ejército que busca culpables; es, o debería ser, una conversación donde cabemos todos.
Por eso, cuando alguien me lo pregunta, siempre respondo con paciencia:
– No, no es contra ti. Es también por ti.