Cristina flantains

Fast fashion (o el arte de ser una inconsciente)

17/12/2025
 Actualizado a 17/12/2025
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Esta semana se me han roto definitivamente unos pantalones vaqueros que me encantaban y que hace que los tengo por lo menos 10 años. Mientras tijera en mano los troceaba para hacer trapos y cosas de esta índole, pensaba en que los pantalones vaqueros siempre se rompen cuando más bonitos están y más cómodos quedan; qué contrariedad. El encanto de los bienes duraderos no solo consiste en que contribuyen a una economía doméstica saludable. Además, en contra de quienes piensan que hay que trabajar el desapego, fortalecen las zonas de confort de nuestra vida cotidiana. Estas zonas a menudo son la tabla de salvamento de días que pierden sus nombres en las fauces del averno.
 

Al margen de que esto sea una gran verdad poco reconocida por las últimas generaciones, yo, que soy miembro de ese club selecto que le coge cariño a la ropa, no solamente me han rechiflado los pantalones vaqueros; mientras más viejos, mejor. También algunas camisetas que parecían eternas, chaquetas de punto, zapatillas de lona lavadas hasta que se rompe la tela y calcetines portadores de la buena suerte que me he puesto primero para hacer algún examen y mucho después para ir a alguna que otra entrevista de trabajo. El tiempo no parece pasar por ellos.

Pero la gracia de esta actitud no está en que yo no sea una «fashion victim» y busque la moda consciente, invirtiendo en ropa duradera y versátil que se ajuste a mi vida. Está en que me quedo fuera, parcialmente, de ese juego de sadismo que a las estudiosas del Antropoceno les va a poner los pelos de punta (si es que la tierra consigue superar esta edad geológica con nosotras a bordo).

La industria textil es la segunda más contaminante del mundo: emisiones de carbono, contaminación del agua, microplásticos que terminan en los océanos y luego en la cadena alimentaria, consumo excesivo de agua, residuos textiles sin prácticamente capacidad de reciclado.

Aparte de eso está el vergonzoso fenómeno de la moda, que no deja de ser una herramienta de dominación indirecta neocolonialista. La verdad es que estas cinco últimas palabras suenan fatal. Que nos digan que somos unas títeres en manos de los Señores Burns que en el mundo hay, no apetece ni un poco creérselo. Y la otra verdad es que preferimos hacer como la niña del exorcista y girar la cabeza 180 grados para mirar justo para el otro lado.

Los contenedores de ropa para reciclar que han proliferado como hongos hasta por los rincones más insospechados son un auténtico síntoma de decadencia, la máxima expresión del buenismo, un lavadero de malas conciencias.

Changing Markets Foundation denuncia que “la exportación de ropa usada a los países pobres se ha convertido en una válvula de escape para la sobreproducción sistemática y en un sigiloso flujo de residuos que deberían ser ilegales”.

Greenpeace denuncia que la ley de residuos y suelos contaminados de 2022 solo se fija en el último eslabón de la cadena, dejando impunes, una vez más, a los grandes productores, que son el verdadero origen del problema.

Se calcula que la Unión Europea envió a Kenia en 2021 más de 112 millones de prendas de segunda mano, de las que 56 millones eran inservibles y 37 millones habían sido fabricadas con materiales plásticos. Y allí se quedaron y allí deben seguir.

Las montañas de ropa del desierto de Atacama. Los paisajes desoladores de Ghana (África).

Júrenme que cada vez que se compran la camiseta más monísima, no son capaces de tener en cuenta todo esto. Y que no les importa un pimiento. Y que a partir de ahora solo se comprará lo necesario, aunque el Señor Burns se muera de hambre delante de nuestras narices…
 

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